Un grupo de
turistas llegó a Marsella con objeto de visitar el Castillo de If en el cual
estuvo preso el Conde de Montecristo. Grande fue su indignación cuando el guía del
Castillo quiso hacerles comprender que ese Conde no había existido sino en la
poderosa imaginación de Alejandro Dumas.
(¡Por qué se empeñarán
los guías en destruir el bello mundo interior que nos hemos formado desde la
infancia? ¿Habrá por ventura guías que
se atrevan, también, a negar las hazañas de Los Tres Mosqueteros?).
Más irreal que un Conde
y que un Mosquetero del Rey es un negro con los ojos azules. Pero dice la historia que durante 68 años
vivió en París un tipo así y dice también que se llamaba Alejandro Dumas padre.
Lo llamaban Dumas padre
para distinguirlo de Alejandro Dumas, hijo, y de Alejandro Dumas, abuelo. Porque el bisabuelo ya no era Dumas, sino el
Marqués Davy de la Pailleterie, dueño de una hacienda en Santo Domingo y de una
trabajadora negra muy apetecible llamada María Cesette Dumas.
Alejandro Dumas, el de
Los Tres Mosqueteros, era un impresionante mulato de ojos azules y cabellos
rizados, con casi dos metros de estatura.
Si no era muy apuesto, al menos era muy grato a las mujeres. (Mujeres por su gloria y por sus luchas en
todas partes se le dieron muchas).
Noble, negro y
Alejandro como Pushkin, había desarrollado el don de la palabra tanto como el
don de la escritura. También, como Balzac, tenía un alto concepto
del deber: le debía a todo el mundo.
Cuando en París del
siglo pasado no había cine, radio ni televisión, existía un espectáculo que se
llamaba Alejandro Dumas. Todo París
estaba pendiente de su vida y de sus obras.
Sus dramas se representaban todas las noches y sus novelas se leían
todos los días en los principales periódicos.
En los intermedios la gente se divertía hablando de sus duelos, de sus
trampas, de sus amores, de sus deudas, de sus entradas que eran muchas y de sus
salidas que eran muy ingeniosas.
Desde pequeño amaba los
duelos. Cuando cayó en duelo por la
muerte de su padre el General Dumas, se le ocurrió hacer de mosquetero y coger
una espada para desafiar al causante de su desgracia: un señor de quien su mamá
dijo que se llamaba Dios. (¡Dios!
Te desafío a pelear, Dios!”)
Compitiendo con hombres
tan ilustres como Víctor Hugo, Balzac, Delacroix, Julio Verne, Eugenio Sue,
Gautier y otros notables, Alejandro Dumas supo sostener su nombre en el tope de la
popularidad por más de 50 años. Cuando
iba a pie por las calles aquello se convertía en una manifestación espontánea. Todos querían ver a Dumas y pedirle
algo. En esa época no se pedían
autógrafos sino monedas y Dumas las tenía y las soltaba a manos llenas. A nadie dejaba sin complacer.
Una artista desde su
lecho de muerte, desesperada, envió un mensaje a Dumas: “Te pido que no me
dejes enterrar en la fosa común”. Dumas
vendió el más valioso de sus anillos y le hizo un entierro sonado.
Es célebre ente muchos
el caso de un pobre hombre que desesperado pidió a Dumas que le diera un
empleo. Dumas ya tenía completa su
nómina, pero su buen corazón no podía rechazar a aquel infeliz:
“Sí amigo, queda usted
empleado desde hoy para tomar para mí todos los días la temperatura del río
Sena”.
El hombre se compró un
termómetro y cuando Dumas estaba rodeado por más gentes, llegaba jadeante a
rendir su informe. (“Monsieur Dumas, el Sena tiene hoy 23 grados”). Murió, quizás de un resfrío, y Dumas
pronunció su oración fúnebre. En el cementerio había centenares de personas que aspiraban, secretamente, al cargo
del difunto.
Como D’Artagnan y sus
Tres Mosqueteros, Dumas se batió muchas veces, opero siempre sin
consecuencias. Ya era un refrán
parisiense: “Duel de Dumas sang ne
produit pas”. (Duelo de Dumas no produce
sangre).
Dumas era republicano
consecuente; hasta en Italia estuvo para luchar al lado de Garibaldi; no era un
reaccionario como su hijo, el de La Dama de las Camelias, quien tanto atacara a
los hombres de la Comuna.
Un día asistió Dumas como invitado a una fiesta
que daba el Rey, antiguo patrón suyo cuando era Duque de Orleans. Al ver que iba acompañado de una artista
–casi prostituta– el Rey muy indignado le dijo:
“No acepto que me
traigas a Palacio a esas cocottes con que tú te reúnes...”
“Majestad, esa es mi
esposa y le ruego que no la insulte”.
Así fue como Dumas
salió de Palacio a casarse, según cuenta Alfredo de Musset, con una gorda y
alegre casquiva a llamada Ida Ferrier.
Diario El Nacional, ¡Qué tiempos aquellos!
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