“El hombre es un Adán que en cierta época de
su vida es arrojado del paraíso de las ardientes pasiones” (Goethe).
Al correr de los tiempos va raleando
el cabello y espesando la experiencia. El hombre es expulsado paulatinamente
“del paraíso de las ardientes pasiones” y llega un momento en que cae en el
infierno físico y mental de la indiferencia. Es la vejez.
“La vejez es horrible”, dijo Alexis
Carrel. Doblemente respetables deben ser
las personas que han alcanzado la edad provecta, pues ellos son guerreros que
no se han rendido ante los embates de la naturaleza y entes humanos
obsesionados por la minusvalía física y mental que los años le han traído.
Se va perdiendo la capacidad de
reflejos y el mundo de las sensaciones se hace cada vez más pequeño; disminuye
el interés por las cosas que nos rodean; desaparece la fogosidad y ya el hombre
no se atreve ni a subir una escalera por temor a rodar. Si los ejércitos fueran
constituidos por soldados de más de 60 años, jamás habría guerras. Cuando uno llega a viejo –dice una copla–
todas son contradicciones. “Lancia” (como llaman chistosamente los médicos a
“la ancianidad”) es la peor de las enfermedades.
Salud, dinero y amor buscaron desde
la más remota antigüedad los alquimistas
de la piedra filosofal. Sepultaron sus
existencias en el fondo de toscas retortas tratando de asir la transformación
de los metales y el elixir de larga vida.
En el siglo presente Lord Rutherford, transmutando los átomos, les dio la razón en
cuanto al oro. Falta que alguien haga
justicia a la aspiración humana de ser eternos en la tierra y de no conformarse
con la precaria promesa de ser eternos en el cielo.
Juan Ponce de León, noble de España,
organizó una expedición a comienzos de los años 1500 para localizar la fuente
de la eterna juventud que estaba en la península de la Florida. Encontró la fuente don Juan Ponce, pero la
eterna juventud no estaba en ella. Murió a los 60 años sin el consuelo de haber
leído el famoso libro que Wolfang Goethe escribió varios siglos después, y en
el cual el viejo doctor Fausto se transforma en un muchacho y Margarita la
aldeana en una reina.
Quizá fue aquel súbdito del imperio
romano que al cumplir cien años declaró a los medios de comunicación que su
sistema era “Miel por dentro y aceite por fuera”, quien inició la fiebre de la
miel como seguro rejuvenecedor. ¿Y qué mejor que la miel, hecha por néctar de
flores para alimentar reinas, puede devolvernos los vigores de la mocedad? Desgraciadamente el análisis sereno y químico
de la miel quebró las ilusiones; la vitamina B-1 que contiene en gran cantidad
está presente en muchos otros alimentos. Alguien dijo que se necesitaría diariamente
la miel producida por 50.000 abejas para hacer efecto en un solo organismo
humano; naturalmente que nadie la tomaría en esa cantidad por temor a contraer
una mielitis.
Elías Metchnicov, descubridor de la
función fagocitaria y premio Nobel 1908, fue el primero en encarar científicamente
el problema de la muerte en vida que se llama envejecimiento, debido según él a
la corrupción intestinal. Lo llamaban “Dios no existe”, y además de ateo fue un
sabio ruso brillante y teatral. Nos dejó otro señuelo rejuvenecedor: la leche
cortada; puso a tomar yogurt, para no envejecer, a toda Europa y todos los
europeos se hicieron viejos tomando yogurt.
La vera historia del rejuvenecimiento
empezó aquel día en que un gran fisiólogo francés, quien había sucedido en la
cátedra nada menos que a Claudio Bernard, se presentó ante sus viejos y severos
colegas del Colegio de Francia hecho unas pascuas diciendo que se había
rejuvenecido 30 años con solo tres inyecciones de extracto de glándulas
sexuales. La reputación de Brown Sequard se vino al suelo entre las risas de
sus apergaminados colegas, y hasta la joven y bella madame Brown Sequard le
abandonó. Pero la semilla estaba puesta en el surco y un gran científico
austríaco, Eugenio Steinach, lejos de reírse de Brown, inauguró el conocimiento
científico de las hormonas con experimentos de precisión matemática. Está
claro, lo puso en claro Steinach, que las hormonas son las responsables de la
vida y del envejecimiento.
Después vinieron Niehans con sus
células vivientes y la doctora Aslan con su novocaína Gerovital. Y vino Simone
de Beauvoir a aguarles la fiesta pintando en su libro “Todos los hombres son mortales”, la tragedia de quien pudiera vivir eternamente. Sin embargo, el espíritu se subleva viendo
morir prematuramente a hombres como Mao Tse-Tung y André Malraux y
contemplando a Sartre casi ciego y a Greta Garbo, otrora la novia del cine,
escondiendo su vejez en un castillo. Pero la humanidad no se equivoca en sus
aspiraciones: llegará el momento de la vida perdurable, amén.
Diario El Nacional.
¡Qué tiempos aquellos!
1 comentario:
Era un asiduo lector de su columna. Hoy como cosa fortuita recordé el título de la columna pero no del Autor... lo confieso. Que pena...
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