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domingo, 4 de marzo de 2018

LA ETERNA JUVENTUD



“El hombre es un Adán que en cierta época de su vida es arrojado del paraíso de las ardientes pasiones” (Goethe).

          Cuando el cabello es espeso e impenetrable las pasiones bullen por dentro del hombre.  Es la edad de la audacia y del comportamiento brutal.  A los 18 y 20 años el ser humano es un mono desnudo de toda reflexión.
         Al correr de los tiempos va raleando el cabello y espesando la experiencia. El hombre es expulsado paulatinamente “del paraíso de las ardientes pasiones” y llega un momento en que cae en el infierno físico y mental de la indiferencia. Es la vejez.
         “La vejez es horrible”, dijo Alexis Carrel.  Doblemente respetables deben ser las personas que han alcanzado la edad provecta, pues ellos son guerreros que no se han rendido ante los embates de la naturaleza y entes humanos obsesionados por la minusvalía física y mental que los años le han traído.
         Se va perdiendo la capacidad de reflejos y el mundo de las sensaciones se hace cada vez más pequeño; disminuye el interés por las cosas que nos rodean; desaparece la fogosidad y ya el hombre no se atreve ni a subir una escalera por temor a rodar. Si los ejércitos fueran constituidos por soldados de más de 60 años, jamás habría guerras.  Cuando uno llega a viejo –dice una copla– todas son contradicciones. “Lancia” (como llaman chistosamente los médicos a “la ancianidad”) es la peor de las enfermedades.

         Salud, dinero y amor buscaron desde la  más remota antigüedad los alquimistas de la piedra filosofal.  Sepultaron sus existencias en el fondo de toscas retortas tratando de asir la transformación de los metales y el elixir de larga vida.  En el siglo presente Lord Rutherford,  transmutando los átomos, les dio la razón en cuanto al oro.  Falta que alguien haga justicia a la aspiración humana de ser eternos en la tierra y de no conformarse con la precaria promesa de ser eternos en el cielo.
         Juan Ponce de León, noble de España, organizó una expedición a comienzos de los años 1500 para localizar la fuente de la eterna juventud que estaba en la península de la Florida.  Encontró la fuente don Juan Ponce, pero la eterna juventud no estaba en ella. Murió a los 60 años sin el consuelo de haber leído el famoso libro que Wolfang Goethe escribió varios siglos después, y en el cual el viejo doctor Fausto se transforma en un muchacho y Margarita la aldeana en una reina.
          Quizá fue aquel súbdito del imperio romano que al cumplir cien años declaró a los medios de comunicación que su sistema era “Miel por dentro y aceite por fuera”, quien inició la fiebre de la miel como seguro rejuvenecedor. ¿Y qué mejor que la miel, hecha por néctar de flores para alimentar reinas, puede devolvernos los vigores de la mocedad?  Desgraciadamente el análisis sereno y químico de la miel quebró las ilusiones; la vitamina B-1 que contiene en gran cantidad está presente en muchos otros alimentos. Alguien dijo que se necesitaría diariamente la miel producida por 50.000 abejas para hacer efecto en un solo organismo humano; naturalmente que nadie la tomaría en esa cantidad por temor a contraer una mielitis.
          Elías Metchnicov, descubridor de la función fagocitaria y premio Nobel 1908, fue el primero en encarar científicamente el problema de la muerte en vida que se llama envejecimiento, debido según él a la corrupción intestinal. Lo llamaban “Dios no existe”, y además de ateo fue un sabio ruso brillante y teatral. Nos dejó otro señuelo rejuvenecedor: la leche cortada; puso a tomar yogurt, para no envejecer, a toda Europa y todos los europeos se hicieron viejos tomando yogurt.
         La vera historia del rejuvenecimiento empezó aquel día en que un gran fisiólogo francés, quien había sucedido en la cátedra nada menos que a Claudio Bernard, se presentó ante sus viejos y severos colegas del Colegio de Francia hecho unas pascuas diciendo que se había rejuvenecido 30 años con solo tres inyecciones de extracto de glándulas sexuales. La reputación de Brown Sequard se vino al suelo entre las risas de sus apergaminados colegas, y hasta la joven y bella madame Brown Sequard le abandonó. Pero la semilla estaba puesta en el surco y un gran científico austríaco, Eugenio Steinach, lejos de reírse de Brown, inauguró el conocimiento científico de las hormonas con experimentos de precisión matemática. Está claro, lo puso en claro Steinach, que las hormonas son las responsables de la vida y del envejecimiento.
     Después vinieron Niehans con sus células vivientes y la doctora Aslan con su novocaína Gerovital. Y vino Simone de Beauvoir a aguarles la fiesta pintando en su libro “Todos los hombres son mortales”, la tragedia de quien pudiera vivir eternamente.  Sin embargo, el espíritu se subleva viendo morir prematuramente a hombres como Mao Tse-Tung y André Malraux y contemplando a Sartre casi ciego y a Greta Garbo, otrora la novia del cine, escondiendo su vejez en un castillo. Pero la humanidad no se equivoca en sus aspiraciones: llegará el momento de la vida perdurable, amén.

Diario El Nacional. ¡Qué tiempos aquellos!
        

1 comentario:

Oscar Contreras... dijo...

Era un asiduo lector de su columna. Hoy como cosa fortuita recordé el título de la columna pero no del Autor... lo confieso. Que pena...