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domingo, 4 de marzo de 2018

RECUERDOS DE DUACA


       Los dedico a Carlucho Figueredo, muerto recientemente; a Octavia Octavio, gran dama larense, y a Pascual Venegas Filardo, poeta, escritor y erudito.  (Los tres tienen en común que fueron compañeros muy queridos durante mi infancia).
       ...
       Cuando llegué al Colegio La Salle en la década del 20, me recibió el Hermano Luciano, sabio matemático y gran tomador de pelo: -¿Con que usted es duaqueño? A Duaca la llaman en los periódicos “La Perla del Norte” y a usted lo llamaremos “la perla de Duaca”-. Quedé bautizado para los cuatro años que pasé allí como la perra de Duaca.
       “Duaca, tierra de áureos días y noches de turquesa”. No era como Brujas, la apacible ciudad belga; “una página de Kempis  perdida en una libreta de cheques”, cómo decía el conferencista español García Sánchiz, pero se había hecho famosa en la región porque en aquel pueblo “había primavera hasta en verano”, sus habitantes eran buenos, cultos, y afables y sus calles anchas, largas y planas, circunscritas por tres bosques umbríos que suministraban oxígeno de primera mano y agua para siempre potable.
      
        El que se baña en Duaca
        y pasea por la estación,
        se queda a vivir en Duaca
        o aquí deja el corazón

         Fue el primer graffiti que leí en mi vida y me pareció la suma teológica del orgullo pueblerino. Imagínense “Guape”: un chorro límpido de treinta centímetros de diámetro, emergiendo de un bosque encantado para caerle a uno suavemente sobre la cabeza. (Ahora quitaron el chorro y pusieron una piscina. -¡Qué adecos son los brutos- me dijo en Duaca una señora comentando el hecho).
        Otra de las siete maravillas de Duaca era sin duda la estación del Ferrocarril, construida en el más puro estilo inglés, a la vera de un hermoso jardín de casi cien metros cuadrados y frente a un bonito chalet que hacía de confortable hotel. Para completar aquella ilustración de Gustavo Doré, había grandes y rudos almacenes de mercancías y unas maquinarias para descerezar café que ocupaban casi una manzana. A ésta la llamaban “La Trilla” y en sus patios correteaba este servidor porque mi padre era uno de sus dueños.
       Una estación así, de ensueño, fue quizá la que inspiró a aquel hijo de ferroviario que se llamó Pablo Neruda.
        El tren pasaba por Duaca dos veces al día. Era incansable cargando mercancías y productos agrícolas. El ruido de los vagones y el pito de su locomotora lo hacían a uno sentirse en plena civilización.
        Los lunes y los jueves, días de pasajeros, era fiesta nacional en el pueblo. La bella estación se llenaba de gente que acudía para ver o saludar a los viajantes; distinguidas personalidades, damas muy bien vestidas y también humildes ciudadanos, porque el precio del pasaje era igual para todos. Unas veces pasaba un circo, pleno de payasos y animales; otras, vagones llenos de reclutas que iban a sentar plaza de soldados en Maracay, y algunas veces desembarcaban en el propio Duaca compañía teatrales, como las del gran cómico Antonio Saavedra y el Teatro Lírico de las Hermanas Zafrané. Cuando estas abandonaron el pueblo, muchos corazones quedaron cuitados; recordemos a Margarita, la más esplendente, vestida de militar y cantando esta tonada: “A La Habana me voy / Te lo vengo a decir / Me nombraron sargento / De la Guardia Civil”.
         Cuando la familia de don Roseliano Octavio, rico comerciante barquisimetano, llegaba para pasar una temporada en su casa de Duaca, el pueblo se sublimaba. Con ella venía una muchachita espigada, bella y traviesa  llamada Octavia Octavio. Llegaba también  misia Carmen Anzola, esposa de don Roseliano, que era mujer de extraordinaria simpatía y amiga de todas las personas notables que había entonces en el país  (Lisandro Alvarado fue como de la familia y el doctor Daniel Camejo Acosta, esposo de la gran Carmencita, y Antonio Alamo, ministro de Fomento, eran sus parientes).
           La vez que el general José Rafael Gabaldón consiguió con el dictador Gómez la libertad de más de 150 presos, doña Carmen lo invitó a Duaca para agasajarlo y rogarle exigiera también la libertad del coronel Chucho Jiménez y del general Antero Delgado (mi tío) aherrojados en el Castillo de Puerto Cabello.
           El general Gabaldón era un hombre imponente. Alto, afable y generoso. (Yo tendría 10 años pero ya sabía quien era Don Quijote). El Ilustre visitante fue con numerosas personas hasta la oficina del Telégrafo y desde allí telegrafió a Gómez pidiendo la libertad de los detenidos.
           Duaca no era bien vista por quien fue Presidente del Estado Lara, el general Rafael María Velazco, pues una vez, con motivo de la libertad de presos, se formó una manifestación espontánea de los principales del pueblo y recorrió las calles dando vivas a la libertad mientras lanzaban cohetes. (Alguno que otro exaltado gritó “¡Muera Gómez!”) Menos mal que el Jefe Civil, general Ramón A. Vásquez, amigo de todos, se hizo el desentendido porque si no los presos hubieran podido ser muchos.
           En Duaca había dramas ibsenianos como en todos los pequeños pueblos. También, cuando subía el precio del café, producto fundamental de la región, los ricos vivían una orgía de dinero; jugaban carnaval en el cine con perfumes finos y lanzaban papelillos y la versallesca serpentina. En cambio, una vez, cuando la langosta destruyó todos los sembrados, centenares de campesinos hambrientos se instalaron en el pueblo para vivir de la caridad pública; por las avenidas de las haciendas de caña vagaban docenas de rostros famélicos, implorando que los dejaran comer de las frutas. Pero los guardias andaban armados y eran desalmados.
           El hombre más conocido y nombrado en Duaca era un desecho humano, con pernas y manos que no se le desarrollaron completamente y que pedía limosnas dentro de un cajón sobre cuatro ruedas, empujado por un muchacho. Se llamaba Torcuato y siempre andaba regañando al Lazarillo de Tormes que lo conducía: -¿Tú como que crees que yo soy Torcuato, que no tengo pernas y manos para defenderme?
           Se me acaba el papel y no he podido hablar de tantas cosas de mi pueblo. “Paraíso terrenal”, lo hubiera llamado Colón si hubiese desembarcado por allí.
           En meses pasados me dijo Pascual Venegas Filardo; - Quiero que nos reunamos un domngo, Carlucho Figueredo, tú y yo para que recordemos a Duaca. Carlucho ya murió. Duaca se está convirtiendo en ciudad satélite de Barquisimeto. ¡Cualquier tiempo pasado fue mejor!

Diario El Nacional, Escribe que algo queda.

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