En 1911, a la caída de Porfirio Dïaz
(el Juan Vicente Gómez mexicano), México irrumpió en América con una revolución
campesina y burguesa que sacudió los cimientos de todo el continente. En una
heroica lucha de varios años con sacrificio de decenas de miles de vidas, los
compatriotas pobres de Benito Juárez intentaron sacudir el yugo feudal y
terrorista que les venía desde el arribo en 1519 de Hernán Cortés, el primer
conquistador. “Hoy –informaba Cortés en carta a Carlos V– tuvimos un bue n día
pues en una sola salida nuestros hombres mataron 5.000 indios.
Los dos grandes héroes de
la Revolución Mexicana, Francisco Villa y Emiliano Zapata, fueron asesinados
sucesivamente, quedando en el poder los generales más ladrones que jamás
registraran los anales. Desaparecido Venustiano Carranza, entró a ejercer el
mando constitucional uno de sus generales, Alvaro Obregón. Contaban que perdió
un brazo en una batalla y que los largos esfuerzos por localizar el miembro ya
resultaban inútiles cuando a alguien se le ocurrió lanzar una moneda de oro al
suelo y el brazo desprendido de Obregón, se incorporó para apoderarse del áureo
disco.
Obregón, Plutarco Elías
Calles y el licenciado Portes Gil planearon un sistema de latrocinio y engaño
que sólo tuvo un paréntesis cuando gobernó el general Lázaro Cárdenas, el
nacionalizador del petróleo. Ni siquiera el bipartidismo satisfizo las ansias
de perpetuidad gubernativa de estos traficantes que optaron por el sistema del
Partido Unico (P.R.I.). Desde muy temprano aprendieron a manipular las
elecciones y sus resultados. Voten por quien voten y haya la abstención que
sea, siempre el PRI aparece ganando por inmensa mayoría de sufragios. –Mientras
más odiamos al PRI –dicen en México- más votos aparece sacando en las
elecciones”.
Se vienen robando los
votos desde hace más de 60 años con el propósito expreso de saquear desde el
poder, los dineros públicos, (sólo el derrocado Sha del Irán pudo competir por
algunos años con ellos). Cada grupo gobernante sale del poder encontrándose
inmensamente rico, y los subalternos menores se llevan hasta los escritorios
cuando llega el momento de entregar el mando.
Alemán, Echeverría y
ahora López Portillo son señalados entre “los diez hombres más ricos del
mundo”. Hasta ahora los mexicanos se habían conformado, como aquí, con hacer chistes sobre los
depredadores; pero así como a Reagan casi lo destrona la película llamada “Al
día siguiente”, a los corruptos mexicanos les cayó encima un libro intitulado
“Lo negro del Negro Durazo”. Quinientos mil ejemplares vendidos en 9
vertiginosas ediciones y la posición pública llevada a un alto grado de
exaltación. Dicen que después del libro de López Portillo, quien anda vagando
por países extranjeros, no puede llegar a un aeropuerto sin que lo esperen los
mexicanos residentes para gritarle: “Muera López Porpillo!” (Por pillo).
El autor de este libro
bomba se llama José González González, igual que nuestro querido amigo el
escritor venezolano de tan bien ganada reputación literaria. El González
González mexicano era nada menos que el
ayudante personal del todopoderoso sátrapa que durante seis años comandó la
policía del Distrito Federal, con jurisdicción sobre más de 10 millones de
personas. Pero dejemos que el mismo González se presente:
“Yo, Pepe González
González, autor del presente trabajo, comencé a matar desde los 28 años de
edad, y teniendo en mi conciencia una cifra superior a 50 (cincuenta) individuos
despachados al otro mundo, agradezco la intervención de los funcionarios por
cuyas gestiones no me quedaron antecedentes penales”.
Arturo Durazo Moreno,
afirma González González, ya traficaba con drogas en unión de López Portillo
antes de ser Jefe de Policía de la capital mexicana. Durazo era casi
analfabeto, apenas sabía leer y escribir, lo cual no obstó para que lo hicieran
general asimilado y doctor honoris causa. Bebía y se drogaba cotidianamente y
tenía un médico que lo sometía a tratamiento sistemático para evitarle malas
consecuencias.
Vendía los cargos.
Hasta los policías rasos tenían que pagarle diariamente, succionando ellos al
público para poder cumplir su cuota. Todas las obras sociales y las
construcciones de la policía eran imaginarias, las miles de radiopatrullas
recibían en las bombas de gasolina cinco o diez litros menos, cuyo valor por
convenio secreto iba a engrosar las entradas de Durazo. Las erogaciones
millonarias para repuestos automovilísticos paraban en los bolsillos del
“Negro”. Se traficaba con los permisos para casas de prostitución con las
placas, con los choques de automóviles y en general con todo lo que pudiera
rendir un beneficio de carácter ilícito.
Calcula González
González que con estos manejos, Durazo acumuló en seis años 47.500 (cuarenta y
siete mil quinientos) millones de pesos; y estiman los prologuistas de su libro
que en el tráfico de drogas, se apoderó el Negro de más de 50.000 (cincuenta
mil) millones.
Construyó tres casas.
Una en el camino de Cuernavaca, con Hipódromo y Canódromo para que se
divirtiera y apostara su amigo el gran López Portillo. Otra llamada “El
Rancho”, exclusiva para fiestas con drogas, licores y prostitutas, y la última,
una mansión estilo griego con estatuas y todo que hizo edificar la nueva rica
de su mujer y que llamaban “El Partenón”. Todas estas casas fueron hechas
empleando en vez de albañiles, policías de nómina oficial.
Día a día, cuando
Durazo iba o regresaba para alguna de sus casas, el tránsito de la ciudad de
México se dislocaba. Ciento cincuenta policías apostados en las sucesivas
esquinas no permitían pasar a nadie mientras no lo hiciera el convoy de 5 ó 6
vehículos atestados de guardias uniformados o secretos que seguían al carro del
Jefe, bajo un estruendo de motocicletas y helicópteros.
Durazo invertía el
producto de sus robos en Canadá y Japón, llegando a ser uno de los grandes
accionistas de la Yamaha. Para evadir a la justicia adquirió la nacionalidad
canadiense, creyéndose que a veces, visita de incógnito el país y monta grandes
francachelas con sus viejos amigotes. Pero ya México no es el mismo de antes.
Cuando despierte, América será otra.
Diario El Nacional. Escribe que
algo queda. 1983.
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