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miércoles, 17 de enero de 2018

RECUERDOS DE NAVIDAD




     Cuando llega navidad todos caemos arrollados como por un hechizo colectivo.  Quién más, quién menos, rememora la niñez.  Algunos reviven los cuentos navideños de Carlos Dickens o el relato más cercano de José Rafael Pocaterra (“De cómo Panchito Mandefuá cenó esa noche con el Niño Jesús”).
        A Panchito Mandefuá, alma noble de muchacho caraqueño casi marginal por supuesto, lo mató un carro cuando hacía fiesta con diez bolívares que había logrado reunir para la gran ocasión; hasta una noviecita romántica, pobre como él, consiguió. Lleno de alegría quiso atravesar la calzada una noche de los años 20...
        La navidad es por supuesto mucho más antigua que los automóviles, pero no ha existió siempre, aunque se remonte más allá de 15.000 años.  Es la fiesta del sol.  El hombre antiguo creía todos los años, cuando llegaba el invierno, que el astro luminoso se iba para siempre y que todo lo viviente moriría.  ¡Cuál no sería su júbilo cuando el rubicundo Febo de los clásicos españoles aparecía otra vez sonriente por el lejano Este!  Los egipcios eufóricos inventaron el grito de ¡Ra! ¡Ra! ¡Rha!
       En las sencillas navidades de mi pueblo se comía mucha hallaca y se tomaba mucha chicha; era de ritual brindar ésta a todo visitante, y los muchachos aprovechábamos para ir de casa en casa; nadie lucía entonces preocupado pues aún los mercaderes franceses no habían exportado hacia acá su Papá Noel, con un saco al hombro lleno de juguetes caros.
        Algunas navidades son para mí objeto de especial recordación.  Por ejemplo, la que pasamos 200 estudiantes en Araira, cerca de Guatire, allá en 1928, presos por Gómez cuando rechazamos pública y unánime su dictadura.  A las 12 de la noche, dentro del “guayabo” colectivo, un compañero, llamado Aníbal Díaz Ron, no aguantó más y rompió la oscuridad profunda gritando a todo pulmón: “¡Maldita sea la pu… que parió a Juan Vicente Gómez!”  Todo el pueblito se estremeció oyendo aquella  blasfemia. Los van a matar, rezaban las humildes mujeres al despertar sobresaltadas.  La bestia humana que se encargaba de nuestra custodia dispuso que sus esbirros (chácharos) nos echasen plan.
        Otra triste navidad la viví en La Rotunda cuando me iniciaba como huésped por varios años de aquella casa dostoievskiana.  Desde mi estrecho y solitario calabozo y a través de unas rendijas, divisaba a los otros presos del departamento llamado “El Manzanillo”.  En el calabozo vecino estaba el gran poeta Pablo Rojas Guardia; no lo veía pero sentía sus gritos en crisis de exacerbación.  Desde mi guarida distinguía como a 15 metros a unos señores  en pijama, sentados alrededor de una mesita; uno de ellos leía y los otros escuchaban atentamente; calculo que serían 12 pero apenas podía ver las caras de Pedro Sotillo, Lucas Manzano, Ramón Hurtado y Pablo Domínguez.  Los que no lograba ver eran seguramente Andrés Eloy Blanco, Leo, Job Pim…
        Cuando la voz sonora de Pablo Domínguez efectuando la lectura llegaba hasta mis oídos, me di cuenta de que estaban leyendo “Doña Bárbara”, la recién publicada novela de Rómulo Gallegos.  Cuando oí leer que Santos Luzardo tenía ansias de democracia y vehemencia de progreso, todo mi ser se estremeció y aumentó mi estimación por los intelectuales, que escuchaban presos ahí en lección de dignidad.
        Entre las navidades apesadumbradas que debimos soportar los exiliados políticos en tiempos de Gómez y López Contreras, recuerdo especialmente la primera pasada en Barranquilla en diciembre de 1934.  Había en aquella noble y acogedora ciudad colombiana varios centenares de exiliados, y entre los más representativos se distinguían el poeta Manuel Felipe Rugeles, su cuñado Ricardo Montilla, el líder estudiantil Raúl Leoni y el gran luchador popular Salvador Rodríguez.
       Más de 30 exiliados habíamos llegado recientemente. Cuando vino la Pascua, un insigne venezolano, representante en Barranquilla de la casa Ross y llamado Héctor De Lima Lara, nos invitó a pasar la noche de Año Nuevo en la hermosa casa donde residía con su familia.  Sumábamos como 40; hubo contento y alegría hasta que sonaron las 12 campanadas.  Todo se vino al suelo cuando Héctor Delima puso en su vitrola “Gloria al Bravo Pueblo” y “Yo nací en esta ribera del Arauca vibrador”.
        Aquellos hombres, curtidos en cárceles e infortunios, doblaron unánimemente la cabeza en gesto de supremo abatimiento.  Raúl Leoni se había quedado como petrificado en su silla, perdido en un mundo de crueles reflexiones; Rodolfo Quintero abandonó súbitamente la guasa que siempre lo acompaña, mientras Joaquín su hermano veía con mirada remota; Manolo García Maldonado dejó de hacer travesuras por unos instantes, mientras Víctor su hermano cesaba de reír estentóreamente como lo hacía siempre; Ricardo Montilla y Gosvinda Rugeles, su mujer, trataban de animarse para dar el ejemplo; Ugueto, obrero de La Guaira y su compañero el gran viejo Ambrosio Purroy, lucían desolados; Germán Herrera Umérez (primer abogado que junto con Víctor Juliac defendió los derechos humanos) centraba su mirada miope en un solo punto; Guillermo Mujica, siempre reído, ahora callaba con aires de dolor; Angel J. Márquez, Miguel Pardo Becerra, Nicandro Acosta, Rafael Mendoza y el jefe natural de los exiliados el gran Luis María Carrasquero, formaban en un grupo que hubiera podido servir al Greco para un moderno entierro del Conde de Orgaz”.
        “...soy hermano de la espuma, de la garza, de la rosa y del sol...”
        Entonces, Héctor De Lima Lara, el dueño de la casa, suspendió la música, y para levantar los ánimos nos invitó a desfilar hacia la mesa.  Mientras abría la champaña, profetizaba:
    
         “En la próxima navidad ya habrá muerto Gómez y todos ustedes estarán en Caracas: ¡Brindo por la felicidad de Venezuela!”
     
         Ante la alegría y el dolor que siempre suscita en nosotros la navidad, quiero consignar aquí un recuerdo para los periodistas y escritores muertos que más quise: Monseñor Jesús María Pellín, escudo y amigo de los perseguidos; Marco Aurelio Rodríguez maestro y hermano a pesar de las diferencias ideológicas; el gran poeta, periodista y humorista Angel Corao; Mario Briceño Iragorri, la pluma de la justicia; Leo y Job Pim,  las dos glorias más puras del humorismo en la primera mitad de nuestro siglo; Pío Tamayo, mártir, quien muriendo de sinusitis sobre una cama gomecista, tenía ímpetus suficientes para erguir su cuerpo y predicar la buena nueva del socialismo; Alberto Ravell, todas las nobles inquietudes materializadas en un solo hombre; Aquiles Nazoa, lirófono celestial del humorismo venezolano; Rubenángel Hurtado, el poeta de la bondad, y César Rengifo y Alí Brett Martínez los últimos caídos.
         Ellos enseñan que la patria para todos se hace con esfuerzo, tesón, cariño y sacrificios.

Diario El Nacional, Escribe que algo queda, 19/12/1982

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