Cuando
llega navidad todos caemos arrollados como por un hechizo colectivo. Quién más, quién menos, rememora la
niñez. Algunos reviven los cuentos
navideños de Carlos Dickens o el relato más cercano de José Rafael Pocaterra (“De
cómo Panchito Mandefuá cenó esa noche con el Niño Jesús”).
A Panchito Mandefuá, alma noble de muchacho caraqueño casi marginal por
supuesto, lo mató un carro cuando hacía fiesta con diez bolívares que había logrado
reunir para la gran ocasión; hasta una noviecita romántica, pobre como él,
consiguió. Lleno de alegría quiso atravesar la calzada una noche de los años
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La navidad es por supuesto mucho más antigua que los automóviles, pero
no ha existió siempre, aunque se remonte más allá de 15.000 años. Es la fiesta del sol. El hombre antiguo creía todos los años,
cuando llegaba el invierno, que el astro luminoso se iba para siempre y que
todo lo viviente moriría. ¡Cuál no sería
su júbilo cuando el rubicundo Febo de los clásicos españoles aparecía otra vez
sonriente por el lejano Este! Los
egipcios eufóricos inventaron el grito de ¡Ra! ¡Ra! ¡Rha!
En las sencillas navidades de mi pueblo se comía mucha hallaca y se
tomaba mucha chicha; era de ritual brindar ésta a todo visitante, y los
muchachos aprovechábamos para ir de casa en casa; nadie lucía entonces
preocupado pues aún los mercaderes franceses no habían exportado hacia acá su
Papá Noel, con un saco al hombro lleno de juguetes caros.
Algunas navidades son para mí
objeto de especial recordación. Por
ejemplo, la que pasamos 200 estudiantes en Araira, cerca de Guatire, allá en
1928, presos por Gómez cuando rechazamos pública y unánime su dictadura. A las 12 de la noche, dentro del “guayabo”
colectivo, un compañero, llamado Aníbal Díaz Ron, no aguantó más y rompió la
oscuridad profunda gritando a todo pulmón: “¡Maldita sea la pu… que parió a
Juan Vicente Gómez!” Todo el pueblito se
estremeció oyendo aquella blasfemia. —Los van a matar—, rezaban las humildes mujeres al despertar sobresaltadas. La bestia humana que se encargaba de nuestra
custodia dispuso que sus esbirros (chácharos) nos echasen plan.
Otra triste navidad la viví en La Rotunda cuando me iniciaba como
huésped por varios años de aquella casa dostoievskiana. Desde mi estrecho y solitario calabozo y a
través de unas rendijas, divisaba a los otros presos del departamento llamado
“El Manzanillo”. En el calabozo vecino
estaba el gran poeta Pablo Rojas Guardia; no lo veía pero sentía sus gritos en
crisis de exacerbación. Desde mi guarida
distinguía como a 15 metros a unos señores en pijama, sentados alrededor de una mesita;
uno de ellos leía y los otros escuchaban atentamente; calculo que serían 12
pero apenas podía ver las caras de Pedro Sotillo, Lucas Manzano, Ramón Hurtado
y Pablo Domínguez. Los que no lograba
ver eran seguramente Andrés Eloy Blanco, Leo, Job Pim…
Cuando la voz sonora de Pablo Domínguez efectuando la lectura llegaba
hasta mis oídos, me di cuenta de que estaban leyendo “Doña Bárbara”, la recién
publicada novela de Rómulo Gallegos.
Cuando oí leer que Santos Luzardo tenía ansias de democracia y
vehemencia de progreso, todo mi ser se estremeció y aumentó mi estimación por
los intelectuales, que escuchaban presos ahí en lección de dignidad.
Entre las navidades apesadumbradas que debimos soportar los exiliados
políticos en tiempos de Gómez y López Contreras, recuerdo especialmente la
primera pasada en Barranquilla en diciembre de 1934. Había en aquella noble y acogedora ciudad
colombiana varios centenares de exiliados, y entre los más representativos se
distinguían el poeta Manuel Felipe Rugeles, su cuñado Ricardo Montilla, el
líder estudiantil Raúl Leoni y el gran luchador popular Salvador Rodríguez.
Más de 30 exiliados habíamos llegado recientemente. Cuando vino la
Pascua, un insigne venezolano, representante en Barranquilla de la casa Ross y
llamado Héctor De Lima Lara, nos invitó a pasar la noche de Año Nuevo en la
hermosa casa donde residía con su familia.
Sumábamos como 40; hubo contento y alegría hasta que sonaron las 12
campanadas. Todo se vino al suelo cuando
Héctor Delima puso en su vitrola “Gloria al Bravo Pueblo” y “Yo nací en esta
ribera del Arauca vibrador”.
Aquellos hombres, curtidos en
cárceles e infortunios, doblaron unánimemente la cabeza en gesto de supremo
abatimiento. Raúl Leoni se había quedado
como petrificado en su silla, perdido en un mundo de crueles reflexiones;
Rodolfo Quintero abandonó súbitamente la guasa que siempre lo acompaña,
mientras Joaquín su hermano veía con mirada remota; Manolo García Maldonado
dejó de hacer travesuras por unos instantes, mientras Víctor su hermano cesaba
de reír estentóreamente como lo hacía siempre; Ricardo Montilla y Gosvinda
Rugeles, su mujer, trataban de animarse para dar el ejemplo; Ugueto, obrero de
La Guaira y su compañero el gran viejo Ambrosio Purroy, lucían desolados;
Germán Herrera Umérez (primer abogado que junto con Víctor Juliac defendió los
derechos humanos) centraba su mirada miope en un solo punto; Guillermo Mujica,
siempre reído, ahora callaba con aires de dolor; Angel J. Márquez, Miguel Pardo
Becerra, Nicandro Acosta, Rafael Mendoza y el jefe natural de los exiliados el
gran Luis María Carrasquero, formaban en un grupo que hubiera podido servir al
Greco para un moderno entierro del Conde de Orgaz”.
“...soy hermano de la espuma, de la garza, de la rosa y del sol...”
Entonces, Héctor De Lima Lara, el dueño de la casa, suspendió la música,
y para levantar los ánimos nos invitó a desfilar hacia la mesa. Mientras abría la champaña, profetizaba:
“En la próxima navidad ya habrá muerto
Gómez y todos ustedes estarán en Caracas: ¡Brindo por la felicidad de
Venezuela!”
Ante la alegría y el dolor que
siempre suscita en nosotros la navidad, quiero consignar aquí un recuerdo para
los periodistas y escritores muertos que más quise: Monseñor Jesús María
Pellín, escudo y amigo de los perseguidos; Marco Aurelio Rodríguez maestro y
hermano a pesar de las diferencias ideológicas; el gran poeta, periodista y
humorista Angel Corao; Mario Briceño Iragorri, la pluma de la justicia; Leo y
Job Pim, las dos glorias más puras del
humorismo en la primera mitad de nuestro siglo; Pío Tamayo, mártir, quien
muriendo de sinusitis sobre una cama gomecista, tenía ímpetus suficientes para
erguir su cuerpo y predicar la buena nueva del socialismo; Alberto Ravell,
todas las nobles inquietudes materializadas en un solo hombre; Aquiles Nazoa,
lirófono celestial del humorismo venezolano; Rubenángel Hurtado, el poeta de la
bondad, y César Rengifo y Alí Brett Martínez los últimos caídos.
Ellos enseñan que la patria para todos
se hace con esfuerzo, tesón, cariño y sacrificios.
Diario El Nacional, Escribe que algo
queda, 19/12/1982
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