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viernes, 19 de enero de 2018

DISCURSO DE KOTEPA DELGADO AL CONMEMORARSE 50 AÑOS DE LA GENERACIÓN DEL 28

  • No permitamos que el humo de los automóviles nos impida ver y custodiar los dos tesoros más grandes que tenemos: un pueblo y una historia
  • Disciplinar a los hombres y purificar las instituciones 


Honorable señor Rector de la Ilustre Universidad Central de Venezuela
Honorables miembros del Consejo Universitario
Altísima y serenísima sacra real majestad Beatriz Primera, reina de los estudiantes del 28amaradas de mi generación estudiantil
Compañeros de la Asociación de Profesores de esta Universidad
Compañeros de la Asociación de Empleados Administrativos UCV
Compañeros de la Federación de Centros Universitarios
Respetable señor Director de Cultura de esta Universidad
Estudiantes aquí presentes
Señoras, Señores


       Por primera vez en mi vida voy a pronunciar un discurso de orden –los pocos discursos que he dicho desde 1928 a esta parte han sido discursos de desorden–, condenando un estado de cosas que siempre ha repugnado a mi conciencia de hombre y a mi corazón de venezolano.
        Podría hacer como aquel sacerdote el padre Cardonnel que cuando asistía a un congreso católico, fue preguntado por los reporteros: “Monseñor, ¿cómo cree usted que se debe celebrar la próxima cuaresma?”. Y monseñor sin pensarlo mucho respondió: “La próxima cuaresma debe celebrarse con una huelga general bien planificada que haga saltar al sistema. Eso es lo grato a los ojos de Dios”.
         Sin embargo, no esperen monseñor ni los aquí presentes que vaya yo a pronunciar diatribas contra ninguna persona: ellas repugnan a mi ánimo y no se compadecen con la solemnidad de este acto ni con la presencia de tan numerosas personalidades.

        ¡Compañeros de la generación del 28!,
  Sangre de la sangre de muchas generaciones,
  Cruce humano de los caminos de un pueblo,
 Voz de tres razas candentes que forjaron con odio y     con amor la greda de  nuestra tierra indómita,
 Corazones que nos legaron los que se fueron con       Bolívar por América a  descabezar virreyes.                 
       
      Hemos venido aquí a reencontrarnos con la historia, contribuir con nuestra luz vespertina a que se enciendan los dormidos caminos de la patria.
         Hace cincuenta años los dioses nos escogieron para que a riesgo de nuestras vidas, borráramos del mapa venezolano la palabra “salvajismo”.
    Éramos entonces 250 héroes juveniles que habíamos egresado de las páginas de Venezuela Heroica.  Doscientos cincuenta potros que ya no cabíamos en el escudo nacional. Lo más puro que en aquellos momentos podía ofrecer la patria en inmolación para recobrar la libertad.
        Presentamos batalla al tirano cubriendo con una boina azul el huracán que bramaba dentro de nuestras cabezas. Y como un homenaje al gorro frigio que José Félix Ribas lucía en La Victoria cuando los 600 estudiantes que lo acompañaban contra Boves, echaron pie a tierra, fusil en mano, y en un solo día memorable entraron por la puerta de la muerte al panteón de la gloria.
        Dante, el gran poeta del medioevo, se hizo acompañar por su gloriosa Beatriz para visitar el paraíso celestial; permitidme que solicite la guía espiritual de nuestra gloriosa Beatriz Primera para echar una breve mirada retrospectiva al infierno gomecista.
     Constaba este infierno de veinte círculos concéntricos que giraban todos alrededor de un centro de fuego que estaba situado en la ciudad de Maracay. Belcebú había tomado el nombre de Juan Vicente Gómez y sus veinte diablos principales gobernaban en los 20 estados de la República. Los diablos regionales eran tan temibles como el diablo central. Sus solos nombres hacían persignarse de terror a las gentes sencillas.
        Al jefe de todas las potestades lo llamaban “el general” y cuando el general decía “¡Anjá! desde Maracay, el eco de su anjá, anjá, anjá, retumbaba por todo el país y ¡ay! de quien no se inclinara reverente para decir “¡anjá!”.
        Era una monarquía campesina y todos sus jefes eran geófagos: se habían engullido 600.000 hectáreas de tierras baldías y tragado los mejores terrenos laborales. El señor feudal no podía vivir sino entre vacas, o a la sombra de sus matas de café, o mirando sus bueyes gordos cuando eran comerciados por sus campesinos flacos.
        Todas las tardes el patriarca rural se sentaba en el barrio “Las Delicias” de Maracay, rodeado de sus áulicos, y allí iban a rendir pleitesía los más connotados hombres de la inteligencia venezolana. Grandes historiadores (Gil Fortoul, Vallenilla, Arcaya); grandes poetas (Andrés Mata, Carlos Borges), grandes prosistas (Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll), y todos los otros bellacos de Venezuela que apoyaban en busca de migajas, la escandalosa entrega que Gómez hacía de nuestro petróleo a los imperialistas norteamericanos e ingleses.
       Los tigelinos de este Nerón que no sabía pulsar la lira, estaban diseminados por los cuatro confines del reino dictando sentencias de prisión, tortura y muerte. En las cárceles habían sucumbido los políticos, en el exilio envejecían los opositores y en las carreteras seguían muriendo por centenares los obreros y campesinos.
       Había dicho Sacha Yegulev: “Cuando un gran pueblo sufre, todos los espíritus que tienen algo de noble marchan impertérritos al sacrificio”. Respondiendo al llamado de nuestro gran pueblo que sufría, fue que más de 250 estudiantes nos lanzamos a la protesta que bullía en la cabeza de todos los venezolanos. El día 6 de febrero comenzó aquello que había de convertirse en una pequeña revolución francesa venezolana. En una mañana fría pero luminosa, Jóvito Villalba y Joaquín Gabaldón Márquez, con valentía que los honra, asomaron en sus discursos las primeras protestas. Por la noche en la coronación de Beatriz primera, reina democrática de los estudiantes, aquí presentes, Pío Tamayo, un indio tocuyo él, ametralló a la tiranía desde el escenario del Teatro Municipal, pidiendo en un hermoso poema lo que todos queríamos: ¡libertad!  También Rómulo Betancourt, es justo decirlo, atacó a la tiranía en frases veladas cuando pronunciara una conferencia en el Teatro Rívoli.
       “Para mis enemigos tengo la muerte de agujita”, había escrito con lápiz en un cuaderno escolar a rayas, la mano criminal de Juan Vicente Gómez. Cuando los estudiantes le dirigieron una carta masiva, pidiendo la libertad de los que habían caído por la celebración de la Semana del Estudiante, Gómez no se decidió por la muerte de agujita sino por enviarlos a todos en calidad de presos a las mazmorras del castillo de Puerto Cabello.
        Pero sucedió lo que no contemplaba Gómez en su cuaderno escolar de apuntes. Todo el país se conmocionó profundamente por la prisión de los estudiantes en Caracas y Valencia, las masas urbanas entraron en la historia moderna declarando la huelga general espontánea y batiéndose a piedras con la policía gomecista. La clase media, los intelectuales y profesionales, los empleados de comercio y las mujeres del hogar fueron sobrecogidos por una explosiva indignación patriótica que asombró a la dictadura, hasta tal punto que ordenó la libertad de los estudiantes.
        Sin embargo, como está escrito que los generales mueren en la cama, hubo que esperar hasta 1935 para recoger los frutos sembrados en 1928.
    En este medio siglo hemos visto a la Patria debatirse en la postración conflictiva en que suelen vivir los pueblos débiles. Dos grandes grupos internacionales encabezados por la Cróele y la Shell y en alianza con grupos financieros venezolanos y con los dos partidos llamados del status, dominan completamente la vida financiera, intelectual, moral, política y social del país. La oligarquía y las multinacionales se llevan el 79 por ciento de las entradas venezolanas y y no dejan al resto de la población sino un 21 por ciento. De cien mil millones que tuvimos el año pasado como Producto Territorial Bruto, la oligarquía y las multinacionales se apoderaron de 79.000 millones. Bien vale lo que gastan en agentes secretos y públicos, en revistas, en programas de radio y televisión, etc., etc.
        A los 50 años de aquel día memorable en que el tirano poderoso y su enriquecida cohorte de concusionarios nos vieron desfilar inermes frente a las sangrientas bayonetas para decir no a un estado de cosas que ya clamaba la venganza del cielo, quiero hablar claro pero con mesura, queremos hablar  recio pero sin estridencias, queremos decirlo todo pero dentro de la mayor consideración para las opiniones ideológicas y partidistas de nuestros conciudadanos, pues sólo nos guía el amor a la tierra que nos vio nacer y la solidaridad con los hombres y las mujeres que sobre ella aman, sufren y trabajan.
       En estos 50 años Venezuela  ha progresado poderosamente. Ya la nación no es aquel conglomerado gomecista de campesinos palúdicos y de trabajadores urbanos sin fuerzas ni para sostener sobre sus cabezas los sombreros de pajilla. De cincuenta industrias ayer, hoy tenemos dos o tres mil y los 100.000 obreros de cuando el gomecismo se han convertido hoy en dos a tres millones. Los depósitos bancarios de hoy en un solo día, sobrepasan los depósitos bancarios de un año de la época floreciente de Juan Vicente Gómez.
       De trescientos  millones en presupuestos anuales, hemos pasado a los cuarenta y dos mil  millones.  El Producto Territorial Bruto ha crecido 100 veces y la entrada per cápita de Venezuela (que hoy está alcanzando los 100.000 millones) es la mayor de la América Latina.  Con petróleo, hierro, carbón, aluminio y energía eléctrica tan abundantes, Venezuela está llamada a convertirse en un complejo industrial tan importante como el de Detroit en Estados Unidos o como el de Nieper en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
      Pero el progreso económico ha lesionado y está lesionando profundamente nuestra identidad  nacional, conquistas intelectuales y morales que han constituido el orgullo de los venezolanos. Las tradiciones patrias que son el veneno de la emulación nacional, ya no electrizan a nuestra juventud que sabe más de Superman que de Simón Bolívar y más de las guerras de las galaxias que de las guerras de la independencia.  A través de ciertas publicaciones y de la radio y la televisión y del lenguaje, los libros, las doctrinas religiosas, etc, estamos sufriendo una invasión de ideas extranjeras que en nada nos ayudan a conservar y mejorar los principios de nuestra nacionalidad.
       Pero no sólo en los conceptos, las convicciones y las costumbres se ha deteriorado la nación.  “La patria –dijo alguien- es un pedazo de tierra bajo un pedazo de cielo”, y he aquí que este pedazo de tierra en que nos toca vivir se ha arruinado ecológicamente, quizás como el de ninguna otra nación del globo terrestre.
      En este medio siglo han desaparecido más de 10.000 ríos y quebradas y están en agonía nuestros dos lagos más importantes: El Arauca vibrador, héroe poético de nuestro segundo himno nacional, está definitivamente seco.  Los campos han sido inhumanamente talados, quemados y abandonados. Venezuela, que vivió trescientos años de la importación de alimentos En este medio siglo han desaparecido más de 10.000 ríos y quebradas y están en agonía nuestros dos lagos más importantes: El Arauca vibrador, héroe poético de nuestro segundo himno nacional, está definitivamente seco.  Los campos han sido inhumanamente talados, quemados y abandonados. Venezuela que vivió trescientos años de la exportación de alimentos, es hoy el mayor importador de productos agropecuarios en la América hispana.  De no emprenderse una rápida y decisiva acción para conservar nuestro medio ambiente y crear en la ciudadanía una poderosa conciencia ecológica, será un desierto industrializado lo que hereden dentro de cincuenta años las generaciones que nos sucedan.
      Si es verdad que la riqueza nacional ha aumentado tremendamente en este medio siglo, gracias sobre todo a la extracción inmisericorde del petróleo, no es menos cierto que dicha riqueza sigue mal repartida.  Dos millones de venezolanos están participando en el festín de Baltasar mientras diez millones menos afortunados yacen con salarios inferiores a los 30 bolívares, alojados en habitaciones precarias, víctimas de pésimos servicios públicos y enfrentados a una inflación de precios cada día más despiadada.  Según nuestros economistas, las clases oligárquicas y las compañías multinacionales se apropian de un sesenta por ciento de las entradas anuales.  También las clases menos favorecidas, así como nuestros profesionales, técnicos, sufren por la inmigración extranjera indiscriminada y hasta ilegal que hoy está copando la mano de obra y ayer se apoderó de las mejores posiciones económicas del país.
        Pero en donde se contempla el más doloroso panorama nacional es en el estado de nuestra niñez, de nuestra adolescencia y de nuestra juventud.  Quinientos mil niños tarados y cincuenta mil jóvenes se incorporan anualmente a la delincuencia, las drogas y la vagancia.  Casi medio millón de alcohólicos y drogómanos arrojan las estadísticas.  Frente a estas cifras tan desconsoladoras nos encontramos con una educación más desconsoladora todavía.  De cien mil  muchachos que en este año aspiran a conseguir cupos universitarios, sólo 16 alcanzaron calificaciones sobresalientes y el resto obtuvo el inverosímil promedio de 11,5 puntos.  Los medios de comunicación en vez de emplear todo su tiempo en sacar a nuestra juventud de ese atolladero, distraen sus espacios en otros menesteres.  La televisión, el medio más poderoso, sirve telenovelas insulsas, relatos macabros y tantas otras cosas que dejan huellas negativas en el alma de nuestros jóvenes y niños.  Grandes y pequeños leen hoy menos, porque se les aparta en todas formas de la cultura; el precio de los libros, por ejemplo, está por las nubes como si fuera el de repuestos para automóviles o el de la botella de whisky que sirven en las discotecas.
      Condenamos asímismo la corrupción reinante en Venezuela.  No sólo la administrativa sino también la que se ha apoderado de buena parte de la población.  El hampa constituye la corrupción extrema, violenta, desesperada, pero junto a ella se ha desarrollado en  miles de venezolanos consumistas, una fiebre por apoderarse de los dineros ajenos, públicos y privados con el sólo afán de derrocharlos en automóviles, vestidos, paseos, bares, francachelas y en aparatos domésticos de todas las marcas y de todos los tamaños.  Olvidamos que estamos en el Tercer Mundo y que sólo en América Latina hay 100 millones de personas que viven al borde de la inanición.  Desde el fiscal de tránsito que culmina exitosamente su día efectuando diez mordidas de dinero, hasta el alto funcionario que vende los intereses de la colectividad por una comisión de millones; desde el buhonero que duplica sus precios de una semana para otra hasta los grandes industriales y comerciantes que compran sus mansiones y sus yates con los sudores del consumidor; desde el funcionario judicial que falsifica sentencias hasta el líder que adultera líneas políticas, absolutamente todos, están sumiendo al país en el lodazal de la inmoralidad.
      A los ingredientes desconsoladores que aquí hemos reseñado se suma uno que es quizás atávico en nuestra manera de ser: el desorden universal de los venezolanos. No tenemos disciplina ni para hacer una cola de espera, arrojando los papeles en el suelo como si las calles fueran depósitos de basura.   No respetamos las señales de tránsito ni el derecho de los demás conductores y mucho menos el de los peatones.  Los automóviles aparcan en las aceras como un hecho natural y los motociclistas en su mayoría no respetan flechas, aceras ni las reglamentaciones contra el ruido y la contaminación.  Cruzar una calle constituye hoy una acción arriesgada y valiente. Tampoco nos ocupamos de cuidar las dotaciones inmobiliarias en las escuelas, los hospitales y las oficinas públicas.  Los ciudadanos no se ocupan como en otros países de denunciar las irregularidades, porque de tanto suceder, esas irregularidades ya les parecen normales; además, si las autoridades policiales son ineficientes para castigar y evitar los detalles mayores, mucho más ineficientes se muestran respecto a las pequeñas infracciones, quizá porque tienen la orden electoral de no disgustar a los ciudadanos.
       En resumen quiero expresar que abogamos por una acción plena de identidad venezolana, en cuya preocupación fundamental está la conservación del medio ecológico, el mejoramiento de las clases que trabajan, la atención inaplazable a los problemas de la educación y la lucha por desterrar la corrupción pública y privada antes de que se convierta en una metástasis incurable.
      ¡Compatriotas!  Os pedimos a todos que intervengan masivamente en la marcha diaria del país, cada uno en el medio que lo rodea, para disciplinar pacientemente a sus hombres y para purificar las instituciones. Exhortamos a los jóvenes, principalmente, a que sacudan ese lastre de banalidad en que hoy los envuelven y tomen el puesto que les corresponde para hacerse hijos dignos de los que nos dieron esta nacionalidad.
      Así como nosotros insurgimos contra Gómez, cuando la patria nos lo reclamaba, así os rogamos que insurjáis vosotros contra el monstruo moderno de los países en desarrollo: la civilización mal entendida, la civilización como medio de acabar con la identidad de los pueblos.
     ¡Venezolanos todos aquí reunidos! ¡No permitamos que el humo de los automóviles nos impida ver y custodiar los dos tesoros más grandes de la historia que tenemos: un pueblo y una historia.

(Discurso pronunciado por Kotepa Delgado  el 9 de febrero de 1978 en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela, con motivo de conmemorarse 50 años de la Generación del 28)

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