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jueves, 11 de enero de 2018

MANUEL LORENZO MALDONADO


                                             
       Nacido de un burócrata bien retribuido y de una mujer de las capas trabajadoras, consideraba como un estigma su condición de hijo natural. Otra carga verdadera había heredado de ambos padres: la epilepsia, la cual imprimía en él una especie de sonambulismo mezclado a una ingenuidad casi infantil. Era un muchacho grandote aterrado por su mal. A veces caía en crisis de profundo fastidio e inconformidad con la vida. |
     Su hibridismo social lo llevó a vivir en ambos medios sin asentarse en ninguno. Quizá esto determinó su cierta tendencia aventurera. De estudiante mediocre a peón de carretera; vendedor de gasolina, tenedor de libros, y luego a Norteamérica.
      En invierno y mal abrigado va buscando trabajo. Una revisión de sus aptitudes le muestra que no posee ninguna negociable.
     –Más me valiera aprender mecánica, carpintería o automovilismo que pasar años tratando de aprender gramática, griego, latín y literatura.
      En el sitio donde construían un subway quiso hacerse entender del capataz con el poco inglés que aprendiera en dos años de colegio. Fue inútil. Al fin, desesperado, recurrió a los actos y quitándose en sombrero, el sobretodo y el saco, se arremangó las mangas y agarró un pico. El capataz lo contrató. A las dos semanas tuvo que dejar aquel duro trabajo y se fue a una fábrica de candados. Y después a otras fábricas.
      En ellas sintió como sufre y trabaja el obrero. Vio en todo su esplendor “las bellezas” y “adelantos” de la “civilizada Norteamérica” de que tanto le hablaran en su adolescencia. Pensó confusamente en la suerte de los trabajadores de Venezuela; en la dura situación de aquella clase; en los sufrimientos de esos millares de obreros y campesinos. Y vagamente comprendió la necesidad de hacer algo por ellos. Regresó a Venezuela abandonando un puesto de oficinista en la United Fruit Company.
      Diez días lleva de inaugurado el Congreso Nacional. Como todos los años se esperan de sus sesiones grandes “cambios” en la política. A las reivindicaciones de libertad de presos, y otras, se unen en este año con toda su fuerza las que crea la pesada crisis económica. Todas las esperanzas han quedado cifradas en el “Mensaje del General”. Por eso el 29 de abril de 1932, a las tres de la tarde toda la población de Caracas rodea el Capitolio. Como siempre, corren “bolas” de que hay complot para matar al Bagre; como siempre, los batallones del ejército están apostados en los sitios estratégicos; un enjambre de espías, chácharos y policías van y vienen entre la multitud para aterrorizarla con sus machetes y armas de fuego. Todos saben de lo que son capaces esos bárbaros. Están frescas en todas las cabezas las anteriores masacres. La multitud mira con odio a sus insolentes verdugos, pero mide sus gestos y palabras. Cuando “El Bagre” está en público, cualquier gesto puede costar la vida. Hubo el caso de un pordiosero al que casi destrozan por estirar la mano pero pedir una limosna al General.
      Ileso, sonriendo debajo de los bigotazos, meneando la  cabeza como un péndulo y seguido de toda la camarilla, traspasa “El Bagre” las puertas del Capitolio. Su burla a las esperanzas del pueblo es leída; franca prosperidad en todo el país. El bolívar por las nubes. La exportación excediendo en muchos millones a la importación. Las arcas nacionales repletas. La crisis económica mundial desconocida en Venezuela. Ni un solo desempleado en todo el territorio. Las masas trabajadoras hartas, felices y contentas. La población toda durmiendo una siesta de prosperidad en el regazo de su benemérito conductor.
      Una salva de aplausos sacude el ámbito del Congreso; César Zumeta, Presidente de las Cámaras y ex Presidente del Consejo de la Liga de las Naciones, reúne en una sola pieza oratoria todas las adulaciones que se pueden tributar a un mortal y las declama “en nombre de los pueblos venezolanos”.
      –¡Pido la palabra! ­–grita desde las barras una voz chillona que se ahoga entre los aplausos a Zumeta-. –¡Pido la palabra! ¡Pido la palabra!
      Al fin, hecho el silencio, Zumeta atónito fija su mirada en el intruso que quiere hablar. “El Bagre” y la concurrencia miran perplejos al improvisado orador. Este se yergue acusando:
      -La voz de Zumeta no es ni puede ser la voz de los pueblos venezolanos. Eso no es lo que dice el pueblo. El pueblo no manda a saludar al General. Lo que queremos los venezolanos…
      La campanilla, inmóvil en las trémulas manos del sorprendido Zumeta, comienza a tronar desesperadamente cuando “El Bagre” cesa en sus habituales “anjá” y movimientos afirmativos de cabeza. Dignos congresistas se yerguen altivos para ordenar silencio al orador. Otros se sumergen en sus sillones para no ver lo que va a suceder. Por menos han asesinado a muchos hombres. ¡Se está violando el Congreso!...
     Y el duelo entre la campanilla y el orador continúa.
     -Y es porque ustedes, congresantes, solo… vienen aquí… a adular… mientras el pueblo… se muere de … y Gómez y … familiares acaparan…
     El Presidente Zumeta agita febrilmente la campanilla con los dos brazos en alto y los almidonados puños postizos cubriéndole las manos. Las barras, compuestas en su mayoría por empleados del gobierno, se habían replegado automáticamente, sorprendidas, huyendo del orador, como algo que puede contaminar. Además lo podían coger a tiros…
     Varios policías se lanzaron sobre el atrevido orador y lo arrastraron rabiosos escaleras abajo.
     A los cinco minutos Manuel Lorenzo Maldonado, “el héroe del Congreso”, cuya proeza corría ya de boca en boca en toda Caracas, yacía en un oscuro calabozo de “La Rotunda”, engrillado con los grillos más grandes de la cárcel, sometido a “rancho”, privado de toda comunicación y catalogado como el preso “más peligroso”. Tras la cortina de su puerta se oían los grillos de 74 libras sacudirse convulsionados de epilepsia.
     Elías Sayago, Prefecto del Departamento Libertador, encargado de hacer “cantar” a los presos políticos, clasificó a Manuel Lorenzo Maldonado de comunista y lo hizo meter junto con los otros acusados de tal. Manuel Lorenzo Maldonado entró en la organización económica e estos por conveniencia, “para aprovecharme de todas las ventajas de  la organización”. La prensa amarilla de los Estados Unidos le había enseñado que los comunistas eran hombres locos, malvados, que iban contra las “sagradas instituciones” para satisfacer instintos criminales. Y así prevenido observaba.
     Hasta que un día se desvanecieron completamente aquellos falsos conceptos y Manuel Lorenzo, lleno de júbilo, fue acogido formalmente en la célula de presos “A” con el entusiasmo de todos sus miembros.
     Manuel Lorenzo se distinguió en la célula por su disciplina, por la responsabilidad con que ejecutaba sus tareas y por su sinceridad. Muchas veces lamentábamos que tan buenas cualidades estuviesen empañadas por la epilepsia que lo abobaba por largos períodos.
     Las condiciones de prisión en el “Apamate” se agravaban cada día. Ni los organismos más sanos podían resistirla, impunemente. La epilepsia de Manuel Lorenzo se agudizó y el gobierno se negaba a pasar alimentos y medicinas. Durante tres días su corpachón permaneció casi constantemente erizado de convulsiones, treinta y siete ataques continuos desgarraron la piel y los huesos de sus piernas apresadas en los enormes pares de grillos, su cabeza y sus codos se golpeaban constantemente y furiosamente contra el lecho; el cemento duro y frío. No valieron ruegos, súplicas ni protestas de los consternados compañeros. En uno de los reclamos hechos a Galavís, Jefe de Requisa, este respondió:
     -Hoy domingo es inútil toda petición porque el Coronel Sandoval y los Generales de más arriba están ocupados jugando gallos.
     Imposible conseguir “Gardenal”, el sedante usado por él, a pesar de que en la Alcaldía tenían guardado el que su familia enviaba constantemente.
     Al fin el gobierno dio señales de vida el día lunes, cuando ya no  tenía remedio. Lo llevaron en vilo hasta el patio en donde le esperaba el médico de ciudad, quien, mostrando su complicidad en el crimen, se limitó a decir: “está enfermo del cerebro”.
     Su cadáver fue llevado al Hospital para hacerlo aparecer como muerto ahí. Ni su abuelo ni su padre burócratas se atrevieron a preguntar a Velazco, Sayago o Sandoval, si era cierto lo que se decía de su muerte.
      Manuel Lorenzo había sentido desde niño sobre las espaldas algunos efectos de la desigualdad de clases, fenómeno que lo  impresionaba fuertemente. En Nueva York la fuerza de los hechos lo convence de que salvo ligeras variantes en las formas, la misma explotación de hombres existe en Estados Unidos y Venezuela. Regresa al país sintiendo  la necesidad de hacer algo por las masas explotadas, pero no hay en Venezuela ninguna organización revolucionaria que utilice sus fuerzas. Y entonces Manuel Lorenzo se lanza a desenmascarar la anual comedia del mensaje de Gómez al Congreso. Acto este que tuvo bastante repercusión en todas las capas sociales que ensalzaron el valor demostrado por Manuel Lorenzo.
      Y Manuel Lorenzo “héroe” ya en el Congreso, deviene también mártir, muriendo en “La Rotunda” el 26 de febrero de 1934. Es el primer caído en las filas del Partido Comunista de Venezuela.


Suárez Romero, Héctor (seudónimo de Kotepa Delgado). José Lorenzo Maldonado. En Prisiones de Venezuela a la muerte de Juan Vicente Gómez 1935. Prólogo de Gustavo Machado. Caracas. Editorial  Centauro. 1974.

  

  






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