–Parece mentira –se dirían nuestros
caraqueños antañones– que un hombre nacido en la esquina de Padre Sierra haya
podido llegar tan lejos y tan alto.
El “internacional” Miranda,
como dicen ahora, no era pelotero ni boxeador, era más bien un filósofo, un
apóstol de la libertad americana, uno de los primeros estudiantes de
Humanidades y Arte que tuvo nuestra real y pontificia UCV, un enamorado de la
cultura que leía en seis o siete idiomas los seis mil libros de su biblioteca.
General de la Revolución
Francesa (el único extranjero que figura en el Arco de Triunfo), candidato
antes que Napoleón Bonaparte a Cónsul duunviro de Francia; girondino de los de
Petion y Madame Rolland enfrentando diariamente los ataques de Marat, Danton y
Robespierre, preso y luego absuelto y aclamado cuando se libró de la guillotina
y de las garras del terrible acusador Fouquier Tinville (Cuando aún estaba preso un escritor francés
lanzó este reclamo: “Todos los amigos de la libertad, la filantropía, las
ciencias y las artes preguntan por Miranda”).
A comienzos de la
Revolución, cuando Miranda llegó a Francia ansioso de luchar por el nuevo
estado de cosas, Napoleón quien todavía no era Bonaparte sino un ambicioso que
intrigaba cerca de Barrás y Talleyrand y de todos los hombres influyentes, dijo
en la tertulia de Madame Permon:
“He conocido ayer un
americano extraordinario llamado Francisco de Miranda. Debe ser espía al mismo
tiempo de la corte de España y de la de Inglaterra”.
Y esas eran las palabras
(“americano extraordinario”) con que era saludado en todas las cortes y en
todos los centros de cultura cuando recorrió en gira triunfal, rodeado de lujo
y boato, los países europeos buscando apoyo para su proyecto de libertar a la
América hispana. La otra especie que lanzó Napoleón, cuando atravesó a Miranda
con su mirada de rayos X, la de que el venezolano estaba al servicio de los
ingleses, acompañó a Miranda durante toda su vida y era verdad, pero no
incondicionalmente como él mismo se los advirtió varias veces, sino solo en
aquello que fuera provechoso para la libertad de las colonias americanas. De
todas maneras fueron sus amigos oficiales y particulares de Inglaterra quienes
sostuvieron durante muchos años su tren de vida inusitadamente lujoso.
Cuando al comienzo de su
carrera militar, al servicio de España y con la protección de Cagigal,
gobernador de Cuba, Miranda estuvo en Estados Unidos, recién liberados de
Inglaterra, halló ocasión de departir con Washington, Jefferson, Adams, Madison
y demás adalides. Muchas veces compartió las cervezas en una tranquila taberna,
con el teórico de la Revolución Norteamericana Thomas Payne, el del “Sentido
Común”, quien un día estaría preso, al igual que Miranda, en las cárceles
del terror francés.
Inglaterra fue durante
casi toda la vida su cuartel general y cuna de los dos hijos que le dio su
“fiel ama de llaves”. El nombre de Leandro, primogénito, lo puso al barco en
que invadió infructuosamente por Ocumare y la Vela de Coro. Vassinart (con
frecuencia ministro del Tesoro) y Turnbull, rico comerciante, fueron sus
grandes amigos y protectores. Habló muchas veces con los poderosos ministros
Pitt; era amigo del almirante Cochrane y, sobre todo del más célebre de Inglaterra,
Arthur Wallesley. Con este solía pasear por los suburbios de Londres, y una
tarde estuvieron a punto de disputar en plena calle cuando el futuro Duque de
Wellington, vencedor de Napoleón en Waterloo, dijo al irascible Miranda que por
ahora toda ayuda por libertad de América había sido cancelada.
Alto, bien formado, de
rostro agradable, ojos y cabellos brunos, con aires y títulos de general, con
una vasta cultura en filosofía, artes e idiomas, con un don de gentes que
impresionaba a los hombres de la nobleza y hacía perder el seso a sus mujeres,
el viaje del “americano extraordinario” por todos los reinos que se encontraban desde Londres hasta Rusia, es un acontecimiento extraordinario. Los reyes lo
invitan, los nobles le agasajan, las bellas mujeres se le rinden. Como
Casanova, el Caballero de Seigalt, que en esa misma época andaba en tournée, Miranda era un incansable
asaltante de fortalezas femeninas; las condesas, las princesas y muchas damas
de honor figuran en su diario cuando traspasaban la semioscuridad de su alcoba.
Hasta la omnipotente Catalina Segunda le llevó para que conociera su
dormitorio, pero la rusa no se atrevió ni el venezolano tampoco, quizás porque
muy cerca rondaba el amante real, el impredecible príncipe de Moscovia,
Alejandro Potemkin.
Y a propósito de
Potemkin, de su acorazado y de la inconmensurable película que con ese nombre
hizo Sergio Eisenstein, ¿por qué no se anima alguno de nuestros eisensteines criollos y hace otra
película sobre Miranda, el primer gran hombre de nuestra identidad nacional?”.
(Cuando Miranda andaba
gloriosamente por Rusia, gustaba de conversar con el conde de Segur, embajador
de Francia, que había estado en Venezuela. Hablaban de Patanemo en Puerto
Cabello y de la casa señorial de los Echenagucia (allí nació Elenita
Echenagucia a quien dijo el poeta Arvelo: “tus ojos bella Elenita/ crueles
acreedores son / pues cobran al corazón / sin dar espera ni quita), y de la
belleza de las Aristigueta y de tantas otras cosas. El ya célebre general se
emocionaba evocando las pequeñas cosas de su identidad nacional).
Fracasó en su expedición
por Ocumare y se decepcionó momentáneamente viendo que las gentes aterrorizadas
rechazaban toda idea de emancipación. Los chuscos decían que un aro que usaba
Miranda en una de sus orejas, Iba a ser la argolla que llevaría para siempre en
el infierno. Fracasó en Venezuela cuando fue nombrado generalísimo del Ejército
insurgente en 1810. Ahora no lo acusaron de espía inglés sino de agente de
Francia, y el joven Simón Bolívar encabezó el grupo que lo detuvo en La Guaira
y entregó a las autoridades españolas.
Después de varios años de
prisión, llegó el trance de la muerte. El cura de la fortaleza de Cádiz
penetrando en su dormitorio lo conminaba a confesarse; Miranda, grande ante la
vida y grande ante la muerte, respondió:
–Señor, le agradezco me
deje morir en paz.
Ciento treinta años
después, en los de 1940, con la complicidad de algunas autoridades y de varios
periodistas, unos “patriotas” oligarcas demolieron la Casa de Miranda y
fabricaron allí un rentoso edificio. Si alguna vez llega un gobierno que se
identifique con el íntimo sentir del pueblo, podría reconstruir la Casa de
Miranda (lo mismo que el Colegio Chávez y el Museo de Arte Colonial) para que
los venezolanos no sufran el dolor de ver una venta de telas y de zapatos y de
cerveza y de arepas, en donde se meció “en marfil y oro” la cuna del primer
hombre que nos sacó a viajar por el mundo.
Diario El Nacional. Escribe que
algo queda.
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