“Apurar ¡cielos! pretendo
Ya que me tratáis así;
¿Qué delito cometí
Contra vosotros naciendo?
.. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ..
¿Qué más os pude ofender
Para castigarme más?
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿Qué privilegios tuvieron
Que yo no gocé jamás?..."
(La Vida es sueño, Calderón de la Barca)
La historia de “La
Rotunda”, en su nueva época del año 1928 a esta parte, está íntimamente unida a
Jesús María Pacheco Arroyo, el loco Pacheco Arroyo, quien llena con sus
hazañas, vistas y contadas, las buenas horas de los secuestrados, cuya voz es
la única que puede levantarse estridente en el silencio de terror que reina en
toda la cárcel, y quien es también la víctima más usual para saciar sus iras
todos los muchos que en “la Rotunda” están investidos de autoridad.
Pacheco tiene 52 años y es de contextura formidable. A veces pasa en sus
accesos de locura jocosa y declamatoria cuatro o cinco días casi sin comer, y
no por eso disminuye su actividad ni da muestras de cansancio. Pasa noches
enteras sin dormir, ocupado en hacer travesuras, y por la mañana amanece como
si tal cosa. Lo bañan, le dan muchos vergazos, lo encierran, le amarran las
manos con cables, le ponen grillos descomunales y al poco tiempo Pacheco está
con el chiste en la boca, insultando y alabando, destituyendo y nombrando
funcionarios de un fantástico gobierno. Pacheco nunca se enfurece aunque siempre
está amenazado. El ingenio que pone en muchas de sus cosas y su buen ánimo le
captan el cariño de todos los secuestrados. Ha estado en todos los
departamentos y se ufana de que en ninguno lo han podido resistir. Cuenta
constantemente los hechos de su vida pasada y pone en su narración tanta vida
que se le oye largas horas sin cansarse. Tiene siempre a flor de labio una
crítica para las cosas que ve mal hechas por los carceleros, y loco y cuerdo hace siempre uso de una gran generosidad para con los otros presos.
Campesino arruinado, se vino a Caracas a bregarse la vida contando con
el apoyo del cura Manuel Antonio, su hermano, camarero secreto de Su Santidad
el Papa. Después de algunos años de residir en el centro, se volvió loco. En
Petare un día, sin más ni más, se buscó una vaca brava de esas que aterrorizan
a todo un pueblo y se la echó encima a una procesión de santos que conducía su
hermano Monseñor, disolviéndola con gran escándalo. Este y otros síntomas
acarrearon su llegada al Manicomio de Caracas en donde Pacheco comenzó a actuar
más en grande:
“Me puse a convencer a varios otros locos como yo que estaban allí de
que debíamos fugarnos. A los tres días contaba como con ochenta locos que daban
miedo, Esos sí eran locos de verdad, no como yo que soy un pendejo. Con unos
ojotes que daban ganas de salir corriendo. Organizamos nuestra fuga a través de
un patio que habíamos explorado. Y en un descuido de los guardianes que estaban
por allá enamorando unas locas jóvenes, salimos, yo a la cabeza de mis ochenta
locos, calladitos, evitando que nos vieran y dispuestos a estrangular al
primero que se opusiera a nuestra paso. Yo me moría de la risa pensando en la
sorpresa del cura mi hermano cuando viniera en la tarde a visitar a las Hermanitas
del Manicomio; pero me contenía no me fueran a ver los otros, porque los locos
son muy susceptibles. Brincamos por encima de un techo y salimos corriendo.
Cuando llegamos a la calle pasé revista a mi tropa y no quedábamos más que
seis. Pensé volver atrás a averiguar lo que pasaba al resto de mi gente pero me
pareció peligroso; pensé mandar uno de los oficiales que me quedaba pero no me
atreví porque el loco es loco y podían echar a perder la cosa. Al fin pasé
número y ordené marcha al frente. Al poco rato y sin darnos cuenta de cómo, nos
encontramos entrando a una casa por el corral, y las mujeres de ella, asustadas
porque nosotros no respondíamos a sus preguntas salieron corriendo hacia la
calle dando gritos. Vinieron unos policías y varios hombres más y se quedaron
perplejos sin hallar qué hacer y sin poder deducir quiénes éramos. Lo que más
les extrañaba era vernos sin sombrero y con los cocos pelados. Nos hubiéramos
salvado porque yo les dije que éramos comerciantes de Santa Teresa del Tuy
equivocados del camino y que estábamos buscando una salida para el monte. Pero
de golpe llegó una maldita vieja, flaca, vestida de negro, con el dedo grande
saliéndosele por el zapato roto, diciendo que se habían fugado los locos del
Manicomio. Salimos corriendo hacia el solar como picados de avispa. Nos
alcanzaron y nos volvieron a llevar para el Manicomio. Allí supimos que se
habían matado varios locos de los del movimiento por haber brincado por sobre
una pared que daba al precipicio.
¡Bien hecho por brutos! Si se hubieran venido conmigo no les pasa eso.
¡Y esos locos sí que me querían! Yo voy ahorita al Manicomio y con un solo
grito paro una revolución. ¡Los hijos que salen malos es porque los padres son!
Por eso es que me tienen aquí. Porque Gómez es un usurpador. Y todos los que
mandan unas bestias apocalípticas que no conocen ni la a por lo redonda. Y cosa
fea que debe ser una revolución de locos ¡Viva Pacheco Arroyo, carajo! ¡Vengan
grillos y cadenas! ¡Viva el partido conservador que tiene cincuenta años de
caído! ¡Viva la revolución! ¡Viva el continuismo de Andueza Palacios! ¡Viva
Hermógenes López, mi padrino! “la Cochina de Naguanagua”! ¡Maldito sean los
locos, carajo!