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martes, 27 de febrero de 2018

AQUEL 23 DE ENERO

                                 Resultado de imagen para 23 de enero de 1958, caída de Pérez Jiménez


         Los que habitábamos entonces en Caracas, íbamos de asombro en asombro. La primera bocanada de heroísmo que se coló por las calles gritando contra el Plebiscito continuista del perezjimenismo. “Qué bolas tienen esos niños! –decía la gente aglomerada en las esquinas de la avenida Urdaneta–, los van a matar a todos.
         La policía estaba acostumbrada a luchar contra los adecos terroristas que no actuaban sino durante la noche; y se puso perpleja cuando se presenta de repente, luchando en pleno día, nada menos que el pueblo.
         “¡Pueblo –decía por su lado la Junta Patriótica- ha llegado el momento de ajustar cuentas a esta ominosa dictadura!”.
         A todos los rincones de Caracas llegaban los ecos de la Universidad Central, tomada por la policía para reprimir a los estudiantes alzados contra el Plebiscito.
          -Esas gentes -comenzaban ya a decir los entendidos, refiriéndose al equipo de Pérez Jiménez- están resultando “tigres de papel”-.  Porque los esbirros nunca se habían enfrentado al pueblo; durante años las masas estuvieron ausentes, pues  lo que le ofrecían los dirigentes eran conspiraciones o actos de terror; no se movían desde 1952 cuando Jóvito Villalba y Mario Briceño Iragorri las dirigieron para propinar a la dictadura la más afrentosa derrota electoral.
          El asombro de los caraqueños llegó a su clímax el primero de enero, cuando los aviones militares los despertaron con el ruido de sus motores y vieron claramente que estaban bombardeando Miraflores. “¡Feliz año!”, y se abrazaban unos con otros. Las manos y los pañuelos se alzaban al cielo desde los balcones y las azoteas para saludar a las naves liberadoras. “Le llegó su sábado al Cochinito”, decían los más graciosos.
          La alegría subió de punto cuando se supo que el jefe del movimiento cívico-militar en armas, coronel Hugo Trejo- se había puesto a la cabeza del Batallón Motoblindado y marchaba sobre Los Teques. (“-¿Por qué se va para Los Teques? ¿Por qué no ataca a Miraflores?”).
          Las tropas de Trejo se rindieron en Ramo Verde, pero la semilla había caído en el surco. Los 23 días que siguieron fueron dignos de John Reed, el que escribió “Los diez días que estremecieron al mundo”. Caracas se convirtió en una candente fragua revolucionaria. Los mayores de 12 años fuimos presa de indecible agitación: amanecíamos sobresaltados esperando órdenes decisivas de la Junta Patriótica o la reaparición de las fuerzas  militares. Por su lado, muchos miembros de las Fuerzas Armadas entraban en igual paroxismo: conspiraban en Maracay, en Turiamo, en Ramo Verde, en Caracas y en muchas otras partes. La farmacia del doctor Centeno Lusinchi era un hervidero de conspiraciones cívico-militares: José  Luis Fernández, teniente, cuando no estaba en la farmacia, se hallaba en la Academia Militar convocando a los alzados. La Junta Patriótica se había convertido en un mito y  bajo su influjo los barrios empezaban a ponerse de pie.
          Cuando los altos militares perezjimenistas, acaudillados por el general Rómulo Fernández, impusieron a Pérez Jiménez la expulsión de Venezuela de Laureano Vallenilla y Pedro Estrada, la culebra de las tres cabezas venenosas comenzó a entrar en agonía, pero aún habría de causar al pueblo cerca de 500 muertos.
           El que esto escribe (para que algo quede), no fue víctima permanente de Pérez Jiménez; apenas estuve preso en los últimos días; pero todos los que nos hallábamos en los sótanos de la Seguridad Nacional, fuimos recompensados con creces cuando pisamos de nuevo, muy de mañanita, las puertas de la calle. Allí ocupando toda la plaza Morelos, en Los Caobos, estaban nuestros libertadores. Más de 10.000 (diez mil) personas del pueblo, armadas de palos, machetes, escopetas y revólveres parecían una tropa de Ezequiel Zamora repitiendo la toma de La Bastilla. Entonces comprendimos toda la verdad que puso en su frase el que dijo: “La revolución es la fiesta del pueblo”. O para decirlo con las palabras del padre Ugalde en el prólogo del libro de Helena Plaza: “La alegría tomó las calles y abrió las puertas de la Seguridad Nacional”.
          Cayó Pérez Jiménez gracias a los esfuerzos del pueblo y de los militares progresistas, y empezaron los errores de las fuerzas de izquierda. Ninguno de los que expusieron su vida en aquella lucha, con excepción de Aristiguieta Gramcko, que fue viceministro de represión, formaron nunca parte del gobierno. Trejo fue víctima de una maniobra; dicen que Betancourt repetía constantemente: “El peligro en el Ejército es Trejo”; y como que tenía razón porque cuando lo exiliaron a la embajada de Costa Rica, más de 400 militares lo despidieron en el aeropuerto. Fabricio Ojeda, presidente de la Junta Patriótica, pereció mientras se encontraba en un calabozo, en el mandato de Leoni.
           Al comienzo, las fuerzas políticas estaban lo que se llama rueda libre, porque no habían regresado de Nueva York los grandes caimanes que siempre han dirigido la democracia. Sin embargo, cuando se iba a elegir la Junta de Gobierno algún agente oligarca transnacional les susurró al oído: -Deben formar esa Junta los de mayor graduación-. Afortunadamente entre los de mayor graduación había un hombre de eminente sentimiento popular llamado Wolfgang Larrazábal, que fue para Venezuela como un sueño tranquilo ante la pesadilla de Pérez Jiménez y la de Rómulo Betancourt.
           Actuaron tan ciegas las izquierdas en esos tiempos que ellas mismas le entregaron el poder a la oligarquía, pidiendo que Eugenio Mendoza y Blas Lamberti entraran a la Junta de Gobierno. (Eugenio Mendoza se encontraba  en Estados Unidos cuando cayó Pérez Jiménez y se dice que fue él quien consiguió el sí con el Departamento de Estado para que derribaran a Pérez Jiménez, y que su influencia fue decisiva en la firma del Pacto de Nueva York que, para gobernar a Venezuela, suscribieron Caldera, Jóvito y Rómulo).
           Los cinco grandes ausentes volvieron como oscuras golondrinas y se dedicaron a borrar todo vestigio del 23 de enero. Napoleón Bravo en su “Historia contemporánea de Venezuela” finaliza las transmisiones, poniendo en un solo cuadro a los 5 que se aprovecharon de aquel heroico movimiento: Rómulo, Caldera, Leoni, Carlos Andrés y Herrera Campins.
           Los errores que entonces cometieron la junta Patriótica, los militares progresistas, los partidos de izquierda y el mismo pueblo, le salió a Venezuela por ¡novecientos mil millones de bolívares!
           Por eso algunos dicen que el general Robira era mejor que los doctores Robianos.
     
Diario El Nacional, Escribe que algo queda, 1986




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