Los que habitábamos entonces en
Caracas, íbamos de asombro en asombro. La primera bocanada de heroísmo que se
coló por las calles gritando contra el Plebiscito continuista del perezjimenismo.
“–Qué bolas tienen esos niños! –decía la gente aglomerada en las esquinas de la
avenida Urdaneta–, los van a matar a todos.
La policía estaba acostumbrada a
luchar contra los adecos terroristas que no actuaban sino durante la noche; y
se puso perpleja cuando se presenta de repente, luchando en pleno día, nada
menos que el pueblo.
“¡Pueblo –decía por su lado la Junta
Patriótica- ha llegado el momento de ajustar cuentas a esta ominosa
dictadura!”.
A todos los rincones de Caracas
llegaban los ecos de la Universidad Central, tomada por la policía para
reprimir a los estudiantes alzados contra el Plebiscito.
-Esas gentes -comenzaban ya a decir
los entendidos, refiriéndose al equipo de Pérez Jiménez- están resultando
“tigres de papel”-. Porque los esbirros
nunca se habían enfrentado al pueblo; durante años las masas estuvieron
ausentes, pues lo que le ofrecían los
dirigentes eran conspiraciones o actos de terror; no se movían desde 1952
cuando Jóvito Villalba y Mario Briceño Iragorri las dirigieron para propinar a
la dictadura la más afrentosa derrota electoral.
El asombro de los caraqueños llegó a
su clímax el primero de enero, cuando los aviones militares los despertaron con
el ruido de sus motores y vieron claramente que estaban bombardeando Miraflores.
“¡Feliz año!”, y se abrazaban unos con otros. Las manos y los pañuelos se
alzaban al cielo desde los balcones y las azoteas para saludar a las naves
liberadoras. “Le llegó su sábado al Cochinito”, decían los más graciosos.
La alegría subió de punto cuando se
supo que el jefe del movimiento cívico-militar en armas, coronel Hugo Trejo- se
había puesto a la cabeza del Batallón Motoblindado y marchaba sobre Los Teques.
(“-¿Por qué se va para Los Teques? ¿Por qué no ataca a Miraflores?”).
Las tropas de Trejo se rindieron en
Ramo Verde, pero la semilla había caído en el surco. Los 23 días que siguieron
fueron dignos de John Reed, el que escribió “Los diez días que estremecieron al
mundo”. Caracas se convirtió en una candente fragua revolucionaria. Los mayores
de 12 años fuimos presa de indecible agitación: amanecíamos sobresaltados
esperando órdenes decisivas de la Junta Patriótica o la reaparición de las
fuerzas militares. Por su lado, muchos
miembros de las Fuerzas Armadas entraban en igual paroxismo: conspiraban en
Maracay, en Turiamo, en Ramo Verde, en Caracas y en muchas otras partes. La
farmacia del doctor Centeno Lusinchi era un hervidero de conspiraciones
cívico-militares: José Luis Fernández,
teniente, cuando no estaba en la farmacia, se hallaba en la Academia Militar
convocando a los alzados. La Junta Patriótica se había convertido en un mito
y bajo su influjo los barrios empezaban
a ponerse de pie.
Cuando los altos militares perezjimenistas,
acaudillados por el general Rómulo Fernández, impusieron a Pérez Jiménez la
expulsión de Venezuela de Laureano Vallenilla y Pedro Estrada, la culebra de
las tres cabezas venenosas comenzó a entrar en agonía, pero aún habría de
causar al pueblo cerca de 500 muertos.
El que esto escribe (para que algo
quede), no fue víctima permanente de Pérez Jiménez; apenas estuve preso en los
últimos días; pero todos los que nos hallábamos en los sótanos de la Seguridad
Nacional, fuimos recompensados con creces cuando pisamos de nuevo, muy de
mañanita, las puertas de la calle. Allí ocupando toda la plaza Morelos, en Los
Caobos, estaban nuestros libertadores. Más de 10.000 (diez mil) personas del
pueblo, armadas de palos, machetes, escopetas y revólveres parecían una tropa
de Ezequiel Zamora repitiendo la toma de La Bastilla. Entonces comprendimos
toda la verdad que puso en su frase el que dijo: “La revolución es la fiesta
del pueblo”. O para decirlo con las palabras del padre Ugalde en el prólogo del
libro de Helena Plaza: “La alegría tomó las calles y abrió las puertas de la
Seguridad Nacional”.
Cayó Pérez Jiménez gracias a los
esfuerzos del pueblo y de los militares progresistas, y empezaron los errores
de las fuerzas de izquierda. Ninguno de los que expusieron su vida en aquella
lucha, con excepción de Aristiguieta Gramcko, que fue viceministro de
represión, formaron nunca parte del gobierno. Trejo fue víctima de una
maniobra; dicen que Betancourt repetía constantemente: “El peligro en el
Ejército es Trejo”; y como que tenía razón porque cuando lo exiliaron a la
embajada de Costa Rica, más de 400 militares lo despidieron en el aeropuerto.
Fabricio Ojeda, presidente de la Junta Patriótica, pereció mientras se
encontraba en un calabozo, en el mandato de Leoni.
Al comienzo, las fuerzas políticas
estaban lo que se llama rueda libre, porque no habían regresado de Nueva York
los grandes caimanes que siempre han dirigido la democracia. Sin embargo,
cuando se iba a elegir la Junta de Gobierno algún agente oligarca transnacional
les susurró al oído: -Deben formar esa Junta los de mayor graduación-.
Afortunadamente entre los de mayor graduación había un hombre de eminente
sentimiento popular llamado Wolfgang Larrazábal, que fue para Venezuela como un
sueño tranquilo ante la pesadilla de Pérez Jiménez y la de Rómulo Betancourt.
Actuaron tan ciegas las izquierdas
en esos tiempos que ellas mismas le entregaron el poder a la oligarquía,
pidiendo que Eugenio Mendoza y Blas Lamberti entraran a la Junta de Gobierno.
(Eugenio Mendoza se encontraba en
Estados Unidos cuando cayó Pérez Jiménez y se dice que fue él quien consiguió
el sí con el Departamento de Estado para que derribaran a Pérez Jiménez, y que
su influencia fue decisiva en la firma del Pacto de Nueva York que, para
gobernar a Venezuela, suscribieron Caldera, Jóvito y Rómulo).
Los cinco grandes ausentes volvieron
como oscuras golondrinas y se dedicaron a borrar todo vestigio del 23 de enero.
Napoleón Bravo en su “Historia contemporánea de Venezuela” finaliza las
transmisiones, poniendo en un solo cuadro a los 5 que se aprovecharon de aquel
heroico movimiento: Rómulo, Caldera, Leoni, Carlos Andrés y Herrera Campins.
Los errores que entonces cometieron
la junta Patriótica, los militares progresistas, los partidos de izquierda y el
mismo pueblo, le salió a Venezuela por ¡novecientos mil millones de bolívares!
Por eso algunos dicen que el general
Robira era mejor que los doctores Robianos.
Diario El Nacional,
Escribe que algo queda, 1986
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