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lunes, 26 de febrero de 2018

UN BOLÍVAR PARA EL PUEBLO

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       “De Bolívar se puede hablar con una montaña por tribuna, o entre relámpagos y rayos, o con un manojo de pueblos libres en el puño y la tiranía descabezada a los pies”.
       Quien así lo escribió, José Martí, era también libertador y murió en el empeño por serlo. Él forma con Bolívar una estrella doble, solitaria, en el cielo a donde van los libertadores que supieron actuar con honestidad, pelear con denuedo y escribir con brillantez.
       Los que usan hoy a Bolívar como opio del pueblo han hecho de su culto una religión intocable, cuyos misterios gozosos, dolientes y gloriosos manejan ellos solos para provecho propio.
       Duele hoy ver que la juventud no se emociona con nuestro pasado y oiga hablar de él como una asechanza más que le tiende el sistema. Escuece porque la más grande riqueza que poseemos no es el petróleo circunstancial sino la gloria indestructible de nuestra Independencia. ¿Qué otro pueblo de América puede vanagloriarse de haber traspuesto sus fronteras no para oprimir sino para libertar naciones?. ¡Qué diferente acción la de Bolívar transponiendo los Andes para declarar libres a los ciudadanos oprimidos saliéndole a su paso, que la conjura, por ejemplo, de Brasil, Argentina y Uruguay cuando se unieron en el siglo pasado para diezmar a la ya pequeña población del Paraguay, postrándola casi para siempre.
       Bolívar era pequeño de estatura como Lenin y Napoleón. “Ese hombre pequeño, de gorra, que viene montando en una mula ¿ese es Bolívar?”, preguntó don Pablo Morillo cuando se entrevistaron en el pueblo trujillano de Santa Ana, meses antes de la batalla de Carabobo.
       Pequeño y esmirriado, y ennegrecido por el sol de las batallas, pero con la cabeza mejor organizada que haya tenido la América. Como político asombró porque supo derrotar a todos los políticos aprovechadores; como guerrero hizo morder el polvo a los ejércitos españoles; como intelectual admira el caudal de conocimientos que tenía este discípulo del enciclopédico Simón Rodríguez. Escribió bellas cartas y proclamas en un castellano nuevo y fogoso como sus ideales; supo redactar páginas poéticas y desempeñarse como crítico literario al enjuiciar el Canto que en su honor escribiera Olmedo, el alto poeta americano. De no haber sido Libertador hubiese sido un Andrés Bello de estilo más límpido y fogoso.
       A cuatro grandes hombres debemos el puesto intelectual que la pequeña Venezuela ocupa en el mundo: Bolívar Libertador, Miranda Universal, Simón Rodríguez honesto pedagogo y Andrés Bello “el hombre que lo sabía todo” (según Cecilio Acosta), pero que desertó de nuestra nacionalidad.
   En estos doscientos años del nacimiento de Bolívar, todos los mandatarios del norte y centro de Sudamérica han sido bolivarianos; desde Páez que lo negó tres veces hasta Herrera Campins que lo proclama cien.
       Gómez se las arregló para nacer y morir el mismo día que Bolívar y hasta hubo un poeta español Francisco Villaespesa, el cantor de Aben Humeya, que le vendió un libro con esta dedicatoria: “Homenaje de mi tierra a esta tierra feroz a quien Bolívar dio las glorias de la guerra y vos, señor, le diste las glorias de la paz”.
        
        (“¿Cómo pudiste de tu honra en mengua
           dedicar tus canciones ¡oh poeta!
           a un ignaro cacique analfabeta
           que aún desconoce nuestra hermosa lengua?”
           gritó indignado el general Rafael María Carabaño, poco antes de ir a                  morir en una ergástula gomecista)
        
     Se inicia este mes de enero el año supremo de la demagogia bicentenaria en los países bolivarianos; por algo todos ellos, con raros intervalos, han estado gobernados por Franciscos de Paula Santander. Un Bolívar para el pueblo sólo hubo cuando los campesinos venezolanos, casi descalzos, se fueron por América con su general a cambiar sangre por libertad. Regresaron desarrapados y hambrientos y acabaron de perder la esperanza cuando les mataron a Ezequiel Zamora. La mayor parte de los que ganan menos de 1.500 Bs.  mensuales, según el presunto último censo, son hijos de aquellos desheredados del campo que una vez hicieron gloriosa nuestra historia.
        El Decreto Bicentenario reglamenta una justa más religiosa y militar que patriótica; así solían celebrarse las efemérides en tiempos de Clemencia, la reina de los juegos florales en los fines de la Edad Media. Entre las obras a inaugurarse, están en Margarita: el Canódromo, la Gallera Monumental y el Teletrack que aún no sabemos qué pueda ser.
        Con los respetos debidos a su alta investidura, no creemos que el doctor Herrera Campins, tan cuestionado en la población, sea la persona indicada para pronunciar el Discurso de Orden en un día de tan solemne unanimidad.
        Tampoco nos parece acertado llevar en esa fecha oligarcas al Panteón Nacional: el dibujante Carmelo Fernández, sobrino del general José Antonio Páez el primer anti-bolivariano que tuvo Venezuela; el pintor Martín Tovar y Tovar, doblemente godo, y el escritor Arístides Rojas, hermano del Marqués de Rojas y ancestro de la familia Boulton. (Con perdón de Alfredo Boulton que ha dedicado su vida a causas encomiables).
        ¿Por qué en vez de esos señores no llevaron al Panteón Nacional a Rafael Arévalo González  y a Pío Tamayo, dos gloriosos venezolanos que enfrentaron la muerte durante largos años en las cárceles de Gómez para cumplir fielmente el postulado bolivariano de ser libres o morir?
        ¿Por qué las dos madres adoptivas de Bolívar, tan tiernamente evocadas por él, la negra Hipólita y la negra Matea, esclavas, no recibieron ni siquiera una mención honorífica de este “gobierno de los pobres”? ¿Por qué se olvidó a los campesinos de la gesta emancipadora?
        Somos bolivarianos por casi innata convicción; no ignoramos que Bolívar pertenecía a la clase terrateniente, pero también, sabemos que lo sacrificó todo por la libertad de su América. Terminemos esta loa con la frase ya ritual y bella del peruano José Domingo Choquehuanca:  “Con los siglos crecerá vuestra gloria como  crece la sombra cuando el sol declina”.

Diario El Nacional, Escribe que algo queda,  9/01/1983
             

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