“De
Bolívar se puede hablar con una montaña por tribuna, o entre relámpagos y
rayos, o con un manojo de pueblos libres en el puño y la tiranía descabezada a
los pies”.
Quien así lo escribió, José Martí, era
también libertador y murió en el empeño por serlo. Él forma con Bolívar una
estrella doble, solitaria, en el cielo a donde van los libertadores que
supieron actuar con honestidad, pelear con denuedo y escribir con brillantez.
Los que usan hoy a Bolívar como opio del
pueblo han hecho de su culto una religión intocable, cuyos misterios gozosos,
dolientes y gloriosos manejan ellos solos para provecho propio.
Duele hoy ver que la juventud no se
emociona con nuestro pasado y oiga hablar de él como una asechanza más que le
tiende el sistema. Escuece porque la más grande riqueza que poseemos no es el
petróleo circunstancial sino la
gloria indestructible de nuestra Independencia. ¿Qué otro pueblo de América
puede vanagloriarse de haber traspuesto sus fronteras no para oprimir sino para
libertar naciones?. ¡Qué diferente acción la de Bolívar transponiendo los Andes
para declarar libres a los ciudadanos oprimidos saliéndole a su paso, que la
conjura, por ejemplo, de Brasil, Argentina y Uruguay cuando se unieron en el
siglo pasado para diezmar a la ya pequeña población del Paraguay, postrándola
casi para siempre.
Bolívar era pequeño de estatura como
Lenin y Napoleón. “Ese hombre pequeño, de gorra, que viene montando en una mula
¿ese es Bolívar?”, preguntó don Pablo Morillo cuando se entrevistaron en el
pueblo trujillano de Santa Ana, meses antes de la batalla de Carabobo.
Pequeño y esmirriado, y ennegrecido por
el sol de las batallas, pero con la cabeza mejor organizada que haya tenido la
América. Como político asombró porque supo derrotar a todos los políticos
aprovechadores; como guerrero hizo morder el polvo a los ejércitos españoles;
como intelectual admira el caudal de conocimientos que tenía este discípulo del
enciclopédico Simón Rodríguez. Escribió bellas cartas y proclamas en un
castellano nuevo y fogoso como sus ideales; supo redactar páginas poéticas y
desempeñarse como crítico literario al enjuiciar el Canto que en su honor
escribiera Olmedo, el alto poeta americano. De no haber sido Libertador hubiese
sido un Andrés Bello de estilo más límpido y fogoso.
A cuatro grandes hombres debemos el
puesto intelectual que la pequeña Venezuela ocupa en el mundo: Bolívar
Libertador, Miranda Universal, Simón Rodríguez honesto pedagogo y Andrés Bello
“el hombre que lo sabía todo” (según Cecilio Acosta), pero que desertó de
nuestra nacionalidad.
En estos doscientos años del nacimiento
de Bolívar, todos los mandatarios del norte y centro de Sudamérica han sido
bolivarianos; desde Páez que lo negó tres veces hasta Herrera Campins que lo
proclama cien.
Gómez se las arregló para nacer y morir
el mismo día que Bolívar y hasta hubo un poeta español Francisco Villaespesa,
el cantor de Aben Humeya, que le vendió un libro con esta dedicatoria:
“Homenaje de mi tierra a esta tierra feroz a quien Bolívar dio las glorias de
la guerra y vos, señor, le diste las glorias de la paz”.
(“¿Cómo
pudiste de tu honra en mengua
dedicar tus
canciones ¡oh poeta!
a un ignaro
cacique analfabeta
que aún
desconoce nuestra hermosa lengua?”
gritó
indignado el general Rafael María Carabaño, poco antes de ir a morir en una
ergástula gomecista)
Se inicia este mes de enero el año
supremo de la demagogia bicentenaria en los países bolivarianos; por algo todos
ellos, con raros intervalos, han estado gobernados por Franciscos de Paula
Santander. Un Bolívar para el pueblo sólo hubo cuando los campesinos
venezolanos, casi descalzos, se fueron por América con su general a cambiar
sangre por libertad. Regresaron desarrapados y hambrientos y acabaron de perder
la esperanza cuando les mataron a Ezequiel Zamora. La mayor parte de los que
ganan menos de 1.500 Bs. mensuales,
según el presunto último censo, son hijos de aquellos desheredados del campo
que una vez hicieron gloriosa nuestra historia.
El Decreto Bicentenario reglamenta una
justa más religiosa y militar que patriótica; así solían celebrarse las
efemérides en tiempos de Clemencia, la reina de los juegos florales en los
fines de la Edad Media. Entre las obras a inaugurarse, están en Margarita: el
Canódromo, la Gallera Monumental y el Teletrack que aún no sabemos qué pueda
ser.
Con los respetos debidos a su alta
investidura, no creemos que el doctor Herrera Campins, tan cuestionado en la
población, sea la persona indicada para pronunciar el Discurso de Orden en un
día de tan solemne unanimidad.
Tampoco nos parece acertado llevar en
esa fecha oligarcas al Panteón Nacional: el dibujante Carmelo Fernández,
sobrino del general José Antonio Páez el primer anti-bolivariano que tuvo
Venezuela; el pintor Martín Tovar y Tovar, doblemente godo, y el escritor
Arístides Rojas, hermano del Marqués de Rojas y ancestro de la familia Boulton.
(Con perdón de Alfredo Boulton que ha dedicado su vida a causas encomiables).
¿Por qué en vez de esos señores no
llevaron al Panteón Nacional a Rafael Arévalo González y a Pío Tamayo, dos gloriosos venezolanos que
enfrentaron la muerte durante largos años en las cárceles de Gómez para cumplir
fielmente el postulado bolivariano de ser libres o morir?
¿Por qué las dos madres adoptivas de
Bolívar, tan tiernamente evocadas por él, la negra Hipólita y la negra Matea,
esclavas, no recibieron ni siquiera una mención honorífica de este “gobierno de
los pobres”? ¿Por qué se olvidó a los campesinos de la gesta emancipadora?
Somos bolivarianos por casi innata
convicción; no ignoramos que Bolívar pertenecía a la clase terrateniente, pero
también, sabemos que lo sacrificó todo por la libertad de su América.
Terminemos esta loa con la frase ya ritual y bella del peruano José Domingo
Choquehuanca: “Con los siglos crecerá
vuestra gloria como crece la sombra
cuando el sol declina”.
Diario El
Nacional, Escribe que algo queda, 9/01/1983
No hay comentarios:
Publicar un comentario