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miércoles, 21 de febrero de 2018

CARLOS MARX, REY DE LOS MARES



       En la Rotunda de Juan Vicente Gómez estuvo preso, cuando nosotros también estábamos, un loco llamado Jesús Pacheco Arroyo que había perdido el seso pero no el ingenio. Cuando entraba en crisis atronaba con su vorrazón el ambiente carcelario gritando entre otras cosas: “¡Viva Carlos Marx, rey de los mares y yo Pacheco Arroyo, rey de las aguas dulces!”.

       Carlos Marx, como ya lo dijera el “loco de la Rotunda”, ha llegado a ser hoy el rey ideológico de todos los mares. Y de todas las tierras que el capitalismo creía firmes.
       “Un fantasma recorre al mundo” podrían seguir diciendo él y Engels en 1983 como proclamaron en el Manifiesto Comunista de 1848. El socialismo preconizado por ellos rompió en cien años el cascarón sectario y se ha convertido en patrimonio ideológico y arma de lucha de muy grandes masas.
       Mañana 14 de marzo a las tres menos cuarto de la tarde se cumplen cien años de haber entrado en el reino de la tranquilidad “el más grande pensador vigente”. “Apenas lo habíamos dejado dos minutos – declaró Engels, su gran amigo– cuando al volver lo encontramos serenamente dormido en su sillón, pero para siempre”.
        Merecía muerte apacible quien en vida fue la intranquilidad misma. Su padre, abogado radical de origen judío, lo cargó en la niñez con la pólvora de las nobles inquietudes pues estaba convencido de que su hijo llegaría a ser uno de los grandes adalides de la humanidad.
        Para graduarse de profesor en filosofía presentó una tesis sobre Demócrito y Epicuro, precisamente los dos materialistas de la filosofía griega. Se reveló ya el inconmensurable filósofo que llevaba por dentro; habría de superar a su propio catedrático, el maestro de maestros de la filosofía alemana y mundial de entonces, Federico Hegel. “Uno sólo de mis discípulos me ha entendido y ese me ha entendido mal”, dijo Hegel en la amargura de la vejez.
        Cómo filósofo, Marx rompió con las especulaciones abstractas de los grandes maestros: “No se trata ya de interpretar en una u otra forma al mundo; se trata de transformarlo”. Del maestro Hegel tomó el método dialéctico tan perfeccionado por este pero le dio vuelta para darle contenido materialista (“era una estatua que estaba con la cabeza hacia abajo, lo que hice fue ponerla al derecho”). Las ideas, soberanas en Hegel cedieron en Marx el camino a los hechos. Ya no era la conciencia la que determinaba la existencia sino todo lo contrario. De Feuerbach, otro maestro alemán contemporáneo, tomó Marx la crítica de la sociedad. Las “Tesis Provisionales de la Filosofía” y “El Espíritu del Cristianismo”, ambas de Feuerbach, fueron una revelación para el joven Marx. Pero también a Feuerbach, como a Charles Darwin en su tiempo, debía caerles la crítica de Marx. Por cierto que Darwin se resintió tanto que le devolvió a Marx, sin leerlo, el primer tomo de El Capital. “Se lo devuelvo porque no es mi especialidad”.
         Los tres grandes fenómenos de las ciencias sociales en aquella época fueron: la filosofía alemana, el socialismo francés y la economía política inglesa. En las tres se hizo Marx maestro supremo, ganando su cuarta borla como politólogo que logró mantener cohesionada la Primera Internacional por varios años, y la quinta y sexta como gran escritor y gran periodista. Solía decir: “Un libro de más de 16 pliegos no es para ser leído por personas del pueblo”.
        Marx y Engels, quienes trabajaron juntos desde los 25 años, crearon el Materialismo Dialéctico y el Materialismo Histórico, el primero las leyes de los fenómenos materiales magistralmente expuestas en el “Anti-Diuring” y el segundo la clave casi mágica para estudiar y comprender los fenómenos sociales.
        Marx estudió concienzudamente a Juan Bautista Say, Quesnay, Bastiat, Saint-Simon y a su contemporáneo y contrincante ideológico Proudhon; pero la base de todo iba a ser la economía política inglesa: Adam Smith, Ricardo y hasta el cura Malthus con su labio leporino. Dieciocho años duró Marx escribiendo El Capital y sólo alcanzó en vida a publicar el primero de los tres tomos. Resumió en esos años más de ¡cinco mil! Libros, pasando casi todo el día en la biblioteca del Museo Británico, como antes Andrés Bello y después Nicolás Lenin. Adam Smith y Ricardo habían hablado en sus estudios de la ley que rige el valor de las mercancías, pero fue Marx quien describió en todos sus detalles el mundo de la plusvalía, es decir, cómo, cuándo y dónde el capitalismo se apropia del trabajo de su obrero.
         En el capítulo de “El Capital” denominado El Dinero,  Marx pone una nota al pie de la primera página: “Nunca un autor ha estado más reñido que yo con el objeto de sus investigaciones”. Porque, efectivamente, la vida de Carlos Marx fue una sucesión interrumpida de miserias, lamentable no por él, profeta iluminado del desastre social, sino por Jenny de Westfalia, su mujer, hija de un barón, y la muchacha más bella en los salones de Tréveris. Acostumbrada a su mansión resplandeciente y a sus muebles cubiertos de lujo, tuvo que arrastrarse de casucha en casucha para seguir al genio a quien tanto amaba.
         “No puedo salir –decía una vez Marx- porque tengo empeñadas todas mis chaquetas. Llevamos una semana comiendo pan y patatas. Cuando alguien tocaba la puerta, temblábamos todos por  lo pobre que estaba la casa”. “Mi hijo –decía en una carta Jenny de Westfalia–, no tuvo cuna para nacer y casi no tiene urna para enterrarse, sino hubiera sido porque un vecino, también emigrado, a quien recurrí, me facilitó dos libras”.
         Pero la familia pudo sobrevivir porque tenía un ángel protector en Federico Engels, cuyo cerebro y conocimientos eran casi tan grandes como los de Marx. Era el apoyo y la consulta teórica del amigo y la subvención material de la familia. Engels, cuya estatura elevada e impecable vestir contrastaba con los de Marx, era un perfecto gentleman manchesteriano que trabajaba en la dirección de una fábrica de hilados de la cual era socio su padre, industrial alemán. La amistad de estos dos hombres fue siempre fiel, grata y sublime, varonil. Si Carlos Dickens, su contemporáneo, los hubiera conocido quizá hubiese agregado  a La Historia de dos ciudades otro volumen llamado Historia de dos amigos.
          A fin de mal cubrir sus gastos londinenses, Marx escribía un artículo semanal para el  periódico neoyorkino Tribune. Uno de ellos fue un esbozo de la vida de Simón Bolívar, el Libertador americano. Dijo varias cosas desagradables, la mayor parte verdaderas, sobre el gran caraqueño; las tomó de los libros que escribieron los oficiales que estuvieron aquí peleando en la Independencia. Lo imperdonable en ese artículo, y esto no lo decimos para unirnos a la jauría bolivariana antimarxista, es que Marx no haya hablado con todo entusiasmo de la obra libertadora de Bolívar. A Lincoln, Marx lo elogió varias veces.
          Para terminar queremos hacerlo con otras palabras que le oíamos al “loco” Pacheco Arroyo en la Rotunda de Juan Vicente Gómez.
        “¡Viva Carlos Marx, carajo, rey de los comunistas y proletarios!. Para ponerles una soga de escapulario...”

Diario El Nacional, Escribe que algo queda, 1984.


      

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