En la Rotunda de Juan Vicente Gómez
estuvo preso, cuando nosotros también estábamos, un loco llamado Jesús Pacheco
Arroyo que había perdido el seso pero no el ingenio. Cuando entraba en crisis
atronaba con su vorrazón el ambiente carcelario gritando entre otras cosas: “¡Viva
Carlos Marx, rey de los mares y yo Pacheco Arroyo, rey de las aguas dulces!”.
Carlos Marx, como ya lo dijera el “loco de la Rotunda”, ha llegado a ser
hoy el rey ideológico de todos los mares. Y de todas las tierras que el
capitalismo creía firmes.
“Un fantasma recorre al mundo” podrían seguir diciendo él y Engels en
1983 como proclamaron en el Manifiesto Comunista de 1848. El socialismo preconizado
por ellos rompió en cien años el cascarón sectario y se ha convertido en
patrimonio ideológico y arma de lucha de muy grandes masas.
Mañana 14 de marzo a las tres menos cuarto de la tarde se cumplen cien
años de haber entrado en el reino de la tranquilidad “el más grande pensador
vigente”. “Apenas lo habíamos dejado dos minutos – declaró Engels, su gran
amigo– cuando al volver lo encontramos serenamente dormido en su sillón, pero
para siempre”.
Merecía muerte apacible quien en vida fue la intranquilidad misma. Su
padre, abogado radical de origen judío, lo cargó en la niñez con la pólvora de
las nobles inquietudes pues estaba convencido de que su hijo llegaría a ser uno
de los grandes adalides de la humanidad.
Para graduarse de profesor en filosofía presentó una tesis sobre
Demócrito y Epicuro, precisamente los dos materialistas de la filosofía griega.
Se reveló ya el inconmensurable filósofo que llevaba por dentro; habría de
superar a su propio catedrático, el maestro de maestros de la filosofía alemana
y mundial de entonces, Federico Hegel. “Uno sólo de mis discípulos me ha
entendido y ese me ha entendido mal”, dijo Hegel en la amargura de la vejez.
Cómo filósofo, Marx rompió con las especulaciones abstractas de los grandes
maestros: “No se trata ya de interpretar en una u otra forma al mundo; se trata
de transformarlo”. Del maestro Hegel tomó el método dialéctico tan
perfeccionado por este pero le dio vuelta para darle contenido materialista
(“era una estatua que estaba con la cabeza hacia abajo, lo que hice fue ponerla
al derecho”). Las ideas, soberanas en Hegel cedieron en Marx el camino a los
hechos. Ya no era la conciencia la que determinaba la existencia sino todo lo
contrario. De Feuerbach, otro maestro alemán contemporáneo, tomó Marx la
crítica de la sociedad. Las “Tesis Provisionales de la Filosofía” y “El
Espíritu del Cristianismo”, ambas de Feuerbach, fueron una revelación para el
joven Marx. Pero también a Feuerbach, como a Charles Darwin en su tiempo, debía
caerles la crítica de Marx. Por cierto que Darwin se resintió tanto que le
devolvió a Marx, sin leerlo, el primer tomo de El Capital. “Se lo devuelvo porque no es mi especialidad”.
Los tres grandes fenómenos de las
ciencias sociales en aquella época fueron: la filosofía alemana, el socialismo
francés y la economía política inglesa. En las tres se hizo Marx maestro
supremo, ganando su cuarta borla como politólogo que logró mantener cohesionada
la Primera Internacional por varios años, y la quinta y sexta como gran
escritor y gran periodista. Solía decir: “Un libro de más de 16 pliegos no es
para ser leído por personas del pueblo”.
Marx y Engels, quienes trabajaron juntos desde los 25 años, crearon el
Materialismo Dialéctico y el Materialismo Histórico, el primero las leyes de
los fenómenos materiales magistralmente expuestas en el “Anti-Diuring” y el
segundo la clave casi mágica para estudiar y comprender los fenómenos sociales.
Marx estudió concienzudamente a Juan Bautista Say, Quesnay, Bastiat, Saint-Simon
y a su contemporáneo y contrincante ideológico Proudhon; pero la base de todo
iba a ser la economía política inglesa: Adam Smith, Ricardo y hasta el cura
Malthus con su labio leporino. Dieciocho años duró Marx escribiendo El Capital
y sólo alcanzó en vida a publicar el primero de los tres tomos. Resumió en esos
años más de ¡cinco mil! Libros, pasando casi todo el día en la biblioteca del
Museo Británico, como antes Andrés Bello y después Nicolás Lenin. Adam Smith y
Ricardo habían hablado en sus estudios de la ley que rige el valor de las
mercancías, pero fue Marx quien describió en todos sus detalles el mundo de la plusvalía,
es decir, cómo, cuándo y dónde el capitalismo se apropia del trabajo de su
obrero.
En el capítulo de “El Capital”
denominado El Dinero, Marx pone una nota al pie de la primera
página: “Nunca un autor ha estado más reñido que yo con el objeto de sus
investigaciones”. Porque, efectivamente, la vida de Carlos Marx fue una
sucesión interrumpida de miserias, lamentable no por él, profeta iluminado del
desastre social, sino por Jenny de Westfalia, su mujer, hija de un barón, y la
muchacha más bella en los salones de Tréveris. Acostumbrada a su mansión
resplandeciente y a sus muebles cubiertos de lujo, tuvo que arrastrarse de
casucha en casucha para seguir al genio a quien tanto amaba.
“No puedo salir –decía una vez Marx-
porque tengo empeñadas todas mis chaquetas. Llevamos una semana comiendo pan y
patatas. Cuando alguien tocaba la puerta, temblábamos todos por lo pobre que estaba la casa”. “Mi hijo –decía
en una carta Jenny de Westfalia–, no tuvo cuna para nacer y casi no tiene urna
para enterrarse, sino hubiera sido porque un vecino, también emigrado, a quien
recurrí, me facilitó dos libras”.
Pero la familia pudo sobrevivir
porque tenía un ángel protector en Federico Engels, cuyo cerebro y
conocimientos eran casi tan grandes como los de Marx. Era el apoyo y la
consulta teórica del amigo y la subvención material de la familia. Engels, cuya
estatura elevada e impecable vestir contrastaba con los de Marx, era un
perfecto gentleman manchesteriano que trabajaba en la dirección de una fábrica
de hilados de la cual era socio su padre, industrial alemán. La amistad de
estos dos hombres fue siempre fiel, grata y sublime, varonil. Si Carlos
Dickens, su contemporáneo, los hubiera conocido quizá hubiese agregado a La
Historia de dos ciudades otro volumen llamado Historia de dos amigos.
A fin de mal cubrir sus gastos
londinenses, Marx escribía un artículo semanal para el periódico neoyorkino Tribune. Uno de ellos
fue un esbozo de la vida de Simón Bolívar, el Libertador americano. Dijo varias
cosas desagradables, la mayor parte verdaderas, sobre el gran caraqueño; las
tomó de los libros que escribieron los oficiales que estuvieron aquí peleando
en la Independencia. Lo imperdonable en ese artículo, y esto no lo decimos para
unirnos a la jauría bolivariana antimarxista, es que Marx no haya hablado con
todo entusiasmo de la obra libertadora de Bolívar. A Lincoln, Marx lo elogió
varias veces.
Para terminar queremos hacerlo con
otras palabras que le oíamos al “loco” Pacheco Arroyo en la Rotunda de Juan
Vicente Gómez.
“¡Viva Carlos Marx, carajo, rey de los comunistas y proletarios!. Para
ponerles una soga de escapulario...”
Diario El Nacional, Escribe que algo queda, 1984.
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