El 4 de julio de 1776 (faltan cuatro
meses para celebrar los 200 años) se firmó la Declaración de Independencia de
los pueblos de Norteamérica. Thomas Jefferson, el más joven y progresista de
los miembros del Congreso Constituyente, después primer magistrado de la
nación, se acercó un día a un hombre de aspecto miserable, casi un mendigo y le
dijo:
-Paine: hemos incorporado muchas de
sus ideas a la Declaración de Independencia y estamos en deuda con usted por
haber adoptado el nombre que usted sugirió de “Estados Unidos de Norteamérica”.
Aquel Paine, que andaba muchas veces
andrajoso y borracho, había sido nada menos que el teórico de la revolución.
Corsetero de oficio, dejó su patria, Inglaterra, y se vino para tierras de
América en busca de la libertad. Sólo poseyó en la Gran Bretaña dos amigos y
una mujer. Con sus jóvenes camaradas se reunía todas las noches a tomar
cerveza, a olvidar miserias y a hacer planes. Pero un día uno de los amigos, el
más joven, aprendiz de zapatero, robó
dos libras y ocho peniques, unos ciento cincuenta bolívares. La justicia
inglesa fue inflexible y el Consejo del Niño no existía. Todo Londres se vistió
con sus impulsos más primitivos y se tomó un día de asueto para la gran
apoteosis de ver guindar a un infeliz. También los dos amigos que le vieron
morir, ahorcaron sus últimas ilusiones.
Paine entonces se dio a beber y
beber, y a leer y leer, buscando una respuesta a lo extraño del mundo. Cuando
recibió el otro golpe, la muerte de su mujer, una doméstica, resolvió dejar
Inglaterra para buscar en América la salvación de su alma y de su cuerpo.
Llegó a Filadelfia, la capital de
Pensilvania, y se debatió en la pasantía de miseria de todo inmigrante, hasta
que sus dotes de escritor lo llevaron a jefe de redacción de una revista que se
fundaba para apoyar la causa independentista. No ganaba mucho pero pudo comprar
levita y peluca mientras sus artículos causaban sensación entre los lectores
del Pensylvania Magazine.
Estalló la guerra de liberación.
Thomas Paine, fervoroso independentista, sufría con los reveses militares de
sus amigos. Entonces fue cuando concibió redactar uno de los libros más
célebres que se hayan escrito en el mundo: El Sentido Común, escrito por un
inglés. Folleto más que libro, pero fogoso, nuevo, lleno de toda la pasión y el
sentido práctico que puede caber en el alma de un corsetero ilustrado.
Thomas Paine no se andaba por las
ramas. Después del Tirano Aguirre fue, quizá, el primer hombre que calificó
públicamente a los reyes de bribones. Figuras miserables y decorativas cuyas
vidas fastuosas contrastaban con las miserias del pueblo. Dijo que en toda la
tierra no había libertad sino esclavitud. Que había que remodelar al mundo. “Un
hombre honrado le es más útil a la sociedad y a los ojos de Dios que todos los
bribones coronados que jamás vivieron”. Habló claro y a nivel de los soldados
que estaban sacrificando sus vidas en los improvisados campamentos. Su libro se
juntó con la pólvora de las escopetas y los fusiles para decidir la guerra.
El editor accedió a publicarlo
porque Paine era ya conocido y pensó que podía vender 500 ejemplares. Cuál no
sería su sorpresa cuando los 2.000 primeros libros desaparecieron casi
instantáneamente. Entonces la fiebre por comprar El Sentido Común se convirtió en epidemia. Vendió 200.000. Fue el
primer best seller que registra la historia de lo escrito.
Triunfante la revolución, Paine
recibió unas tierras que le asignaba el Congreso; pero su vocación no era la de
terrateniente y se fue a Inglaterra a seguir promoviendo la lucha contra los
reyes. No lo ahorcaron porque ya era Thomas Paine, pero tuvo que salir a escape
para Francia que ya estaba en plena
revolución. Lo eligieron miembro de la Asamblea Constituyente y ¿oh, naturaleza
humana!, el aniquilador de reyes votó por salvar la vida de aquella parodia
real que se llamó Luis XVI.
Estuvo preso bajo el Terror y en la
cárcel escribió otro libro de religión nacionalista llamado La Edad de la Razón, que había de
acarrearle infinitos sinsabores. Un día, Napoleón en persona fue a buscarle a
su humilde vivienda de las afueras de París para incorporarlo a su Consejo de
Gobierno; se discutía una invasión napoleónica a la Gran Bretaña y Paine se
opuso, dejando aquella posición para volver a Estados Unidos.
Ahí, su libro La Edad de la Razón le salió al encuentro. En las escuelas
cantaban los niños: “Paine y el Demonio son la misma cosa”. Le rechiflaron, le
apedrearon, lo lanzaron al arroyo. Jefferson, entonces presidente, lo invitó a
comer pero no se atrevió a darle un cargo. Borracho y desarrapado y con el alma
lacerada, el corsetero genial cerró sus ojos para siempre.
Lo enterraron al pie de un árbol,
porque los cementerios se negaron a recibir al “enemigo de Dios”. Cuatro
personas, dos negros y dos blancos, constituyeron todo su cortejo. Más tarde,
un miserable desenterró sus huesos para venderlos al detal como “huesos del
Demonio”.
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