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jueves, 8 de febrero de 2018

CIUDADANO DEL MUNDO


      

      El 4 de julio de 1776 (faltan cuatro meses para celebrar los 200 años) se firmó la Declaración de Independencia de los pueblos de Norteamérica. Thomas Jefferson, el más joven y progresista de los miembros del Congreso Constituyente, después primer magistrado de la nación, se acercó un día a un hombre de aspecto miserable, casi un mendigo y le dijo:
         -Paine: hemos incorporado muchas de sus ideas a la Declaración de Independencia y estamos en deuda con usted por haber adoptado el nombre que usted sugirió de “Estados Unidos de Norteamérica”.
         Aquel Paine, que andaba muchas veces andrajoso y borracho, había sido nada menos que el teórico de la revolución. Corsetero de oficio, dejó su patria, Inglaterra, y se vino para tierras de América en busca de la libertad. Sólo poseyó en la Gran Bretaña dos amigos y una mujer. Con sus jóvenes camaradas se reunía todas las noches a tomar cerveza, a olvidar miserias y a hacer planes. Pero un día uno de los amigos, el más joven, aprendiz  de zapatero, robó dos libras y ocho peniques, unos ciento cincuenta bolívares. La justicia inglesa fue inflexible y el Consejo del Niño no existía. Todo Londres se vistió con sus impulsos más primitivos y se tomó un día de asueto para la gran apoteosis de ver guindar a un infeliz. También los dos amigos que le vieron morir, ahorcaron sus últimas ilusiones.
          Paine entonces se dio a beber y beber, y a leer y leer, buscando una respuesta a lo extraño del mundo. Cuando recibió el otro golpe, la muerte de su mujer, una doméstica, resolvió dejar Inglaterra para buscar en América la salvación de su alma y de su cuerpo.
          Llegó a Filadelfia, la capital de Pensilvania, y se debatió en la pasantía de miseria de todo inmigrante, hasta que sus dotes de escritor lo llevaron a jefe de redacción de una revista que se fundaba para apoyar la causa independentista. No ganaba mucho pero pudo comprar levita y peluca mientras sus artículos causaban sensación entre los lectores del Pensylvania Magazine.
     Estalló la guerra de liberación. Thomas Paine, fervoroso independentista, sufría con los reveses militares de sus amigos. Entonces fue cuando concibió redactar uno de los libros más célebres que se hayan escrito en el mundo: El Sentido Común, escrito por un inglés. Folleto más que libro, pero fogoso, nuevo, lleno de toda la pasión y el sentido práctico que puede caber en el alma de un corsetero ilustrado.

           Thomas Paine no se andaba por las ramas. Después del Tirano Aguirre fue, quizá, el primer hombre que calificó públicamente a los reyes de bribones. Figuras miserables y decorativas cuyas vidas fastuosas contrastaban con las miserias del pueblo. Dijo que en toda la tierra no había libertad sino esclavitud. Que había que remodelar al mundo. “Un hombre honrado le es más útil a la sociedad y a los ojos de Dios que todos los bribones coronados que jamás vivieron”. Habló claro y a nivel de los soldados que estaban sacrificando sus vidas en los improvisados campamentos. Su libro se juntó con la pólvora de las escopetas y los fusiles para decidir la guerra.
           El editor accedió a publicarlo porque Paine era ya conocido y pensó que podía vender 500 ejemplares. Cuál no sería su sorpresa cuando los 2.000 primeros libros desaparecieron casi instantáneamente. Entonces la fiebre por comprar El Sentido Común se convirtió en epidemia. Vendió 200.000. Fue el primer best seller que registra la historia de lo escrito.
            Triunfante la revolución, Paine recibió unas tierras que le asignaba el Congreso; pero su vocación no era la de terrateniente y se fue a Inglaterra a seguir promoviendo la lucha contra los reyes. No lo ahorcaron porque ya era Thomas Paine, pero tuvo que salir a escape para Francia  que ya estaba en plena revolución. Lo eligieron miembro de la Asamblea Constituyente y ¿oh, naturaleza humana!, el aniquilador de reyes votó por salvar la vida de aquella parodia real que se llamó Luis XVI.
            Estuvo preso bajo el Terror y en la cárcel escribió otro libro de religión nacionalista llamado La Edad de la Razón, que había de acarrearle infinitos sinsabores. Un día, Napoleón en persona fue a buscarle a su humilde vivienda de las afueras de París para incorporarlo a su Consejo de Gobierno; se discutía una invasión napoleónica a la Gran Bretaña y Paine se opuso, dejando aquella posición para volver a Estados Unidos.
           Ahí, su libro La Edad de la Razón  le salió al encuentro. En las escuelas cantaban los niños: “Paine y el Demonio son la misma cosa”. Le rechiflaron, le apedrearon, lo lanzaron al arroyo. Jefferson, entonces presidente, lo invitó a comer pero no se atrevió a darle un cargo. Borracho y desarrapado y con el alma lacerada, el corsetero genial cerró sus ojos para siempre.
           Lo enterraron al pie de un árbol, porque los cementerios se negaron a recibir al “enemigo de Dios”. Cuatro personas, dos negros y dos blancos, constituyeron todo su cortejo. Más tarde, un miserable desenterró sus huesos para venderlos al detal como “huesos del Demonio”.
 Diario El Nacional, ¡Qué tiempos aquellos!, 13/3/1976




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