Sería aquel día de los Santos
Difuntos cuando Pablo Neruda sintió la inspiración de la melancolía y mirándose
en el cielo estrellado dijo: “Puedo escribir los versos más tristes esta
noche”.
Día de los Muertos sería también cuando Rubén Darío
nos obsequiara este dístico consolador: “La muerte es de la vida inseparable
hermana; la muerte es la victoria de la progenie humana”.
En el
Día de los Muertos que acaba de suceder, Lorenzo Batallán, redactor metafísico
de El Nacional, agotó en un solo artículo la suma teológica de la ultratumba y
después de ello no queda sino hablar de los muertos que no lo son, de los
difuntos que siguen respirando, y dar la razón así al otro poeta que expresó: “Muertos
son los que tienen muerta el alma/ y sin embargo viven todavía”.
En éste último Día
de los Muertos fue sepultado en urna electoral el cadáver viviente de Gerard
Ford. Murió porque el competidor tenía un mejor Carter y porque él fue el
guardafangos de Nixon y el parachoques de Kissinger. Además pasaba el aceite
(de la OPEP), tenía la chispa atrasada y su batería no mandaba.
Al
despeñarse por el precipicio de la opinión pública dejó 7 millones de
desempleados, una inflación en aumento, una guerra en el Líbano, un polvorín en
África, el derrumbe nacional de Inglaterra y de Italia y más de diez dictaduras
terroristas en América Latina.
Nunca un
doctor hizo tanto como el doctor Kissinger (alemán de Alemania) para empañar la
imagen externa de su país adoptivo. Olvidó éste príncipe Metternich de la
democracia, este Marcusse de la política activa, que Estados Unidos es la
combinación indispensable de Wall Street con la estatua de la Libertad y que
solo con democracia pueden parapetear al mundo ante los empujes del socialismo.
Pero
he aquí que el doctor Kissinger era muy liviano de cascos en eso de implantar
dictaduras por la acción clandestina del espionaje, olvidando sus estudios
profesorales de que la democracia es, teóricamente, la razón de ser de la
burguesía. Pericles en Atenas dio su nombre al siglo, “el siglo de Pericles”,
porque sabiendo mandar con tal disimulo que ni siquiera cargos tenía, realizó
el esplendor de la nación. Franklin Delano Roosevelt, el ilustre paralítico, se
hizo reelegir tres veces como presidente de los Estados Unidos porque nunca
convirtió su silla de ruedas en carro de guerra. Y, guardando las distancias,
Rómulo Betancourt ha dominado durante 30 años en la política venezolana porque
es partidario de “la acción democrática” y el que vende ilusiones es como el
que trabaja con agua, nunca pierde.
Carter
ha dicho que este maní del trato suave a las dictaduras no va a seguir y que
corregirá el tremendo error de Kissinger (su error suramericano) de conceder al
Brasil el trato de nación más favorecida en lo político, en lo económico y en
lo militar, empujándolo a avasallar a sus vecinos que son todas las naciones
suramericanas. SI Carter cumple, cuando el profesor Kissinger regrese a su
cátedra de Harvard para llorar su antiguo esplendor, las dictaduras del sur
perderán su norte, su Norteamérica, y el cono sur podrá escribirse sin tilde en
la n y sin 30 muertos diarios, como por ejemplo, en la Argentina.
Los muertos se diferencian de los vivos en que los vivos
apagan velas en sus cumpleaños y a los muertos les prenden velas en su happy
day to you.
La muerte
ha sido llamada la suprema niveladora, pero falsamente, porque ni siquiera al
cementerio ha llegado la reforma agraria: la parcela del rico es grande y
opulenta y es pequeña y triste la del pobre.
Rubén Darío
cargaba en su maleta cuatro grandes velas y cuando dormía por la noche en el
hotel, las prendía alrededor de la cama. Los poetas parecen reacios a dar el
paso al más allá, aunque hubo uno que dijo: “Que haya un cadáver más, ¿qué
importa al mundo?”. Comentan que Goëthe entrevió el infinito porque cuando
estaba agonizando gritó: “¡Luz, más luz!” (Desgraciadamente el camarero abrió
la ventana y el poeta no pudo seguir).
Otro
poeta bohemio de Estados Unidos, especie de Edgar Allan Poe de provincia,
resolvió suicidarse, pero antes vendió su necrología por 20 dólares al director
de l periódico local con el compromiso de auto-eliminarse antes de tres días.
Pero pasó el plazo y el director. Impaciente, lo perseguía de tugurio en
tugurio conminándole a hacer honor a su palabra, hasta que el poeta lo denunció
ante el sheriff y éste lo metió en chirona por incitar al crimen, dejando libre
al bohemio que se fue con su necrología a venderla en otro pueblo.
A
veces, ante la proximidad de la muerte, decimos la verdad. La respetable y
aristocrática solterona se sintió morir y fue al taller del marmolista con el
fin de ordenar la losa para su tumba.
A
las vírgenes –le explicó el marmolista- les hacemos una losa de flores blancas,
y a las que no lo fueron les ponemos flores rojas.
A
mí –dijo la honrada dama- me pone flores blancas y una florecita roja de vez en
cuando...
Diario El Nacional, ¡Qué
tiempos aquellos!, 6/11/1976
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